Publicado originalmente en LJA.

Una persona, a través de Twitter, me pidió que hablara de Tierra Blanca en mi columna. Esa persona no lo sabe, o quizás sí, pero parte de mis raíces, las cuales son un pequeño misterio, están enterradas en Tierra Blanca, Veracruz. Sé poco de ese lugar. Me dijeron que hace un calor infernal y hace muchos años una mujer de ese lugar acarició mi mano y me miró a los ojos buscando el siguiente nivel de un juego. Divago. Algún día irás a Tierra Blanca, me dijeron unas tías, y conocerás esa parte que te falta de tus raíces e incluso sentí piedad de mí mismo. He dejado que pase el tiempo. Tierra Blanca no es Ítaca. Algunos días recuerdo esa plática y, por un impulso u otro, doy un click que no debo en Facebook, e imagino una infancia alterna en aquel lugar pero nada más. El pasado es una tentación, un espejismo, mientras paso las tardes calurosas encerrado en mi oficina. Escucho el ventilador, me dejo llevar por su ritmo y trato de poner los clavos en su lugar; sólo es una distracción. Al final, la única construcción cierta es la del hombre que abandona su pasado para soportar el peso de su presente. Trato de convencerme. Anoto por ahí: “las raíces nunca tenidas y las raíces del abandono no son lo único que configuran al individuo”.

Otra persona, también a través de Twitter, me contó que le gusta bailar danzón con los extraños y después, como quien no quiere la cosa, me preguntó por qué no escribo una columna erótica. No lo sé. Estoy muy ocupado tratando de sobrevivir al calor de Cholula, que no es tanto, pero se siente como si lo fuera y veo de lejos el Popo, y todas las exhalaciones, y toda esa ceniza. He descubierto que los días que explota el volcán toso y estornudo y camino menos de lo que puedo y entonces exagero, me imagino que tuviera los pulmones de un tuberculoso y alimento a mi hipocondriaco interior. No quiero escribir de placeres porque siento que mi cuerpo, así como mis raíces, me traicionaron tiempo atrás y todavía no logro una tregua. A veces, sin embargo, sólo por no dejar, salgo a caminar en las tardes y veo a las muchachas en vestido y en shorts pequeños, y prendo un cigarrillo imaginario y simplemente las admiro. Incluso he mirado a uno que otro muchacho, y uno que otro perrito, y uno que otro auto; miro sus curvas, sus colores, sus contornos, sus figuras y trato de imaginar sus pasos de baile. Mi pequeño ejercicio de imaginación, contrario a la que una persona amable creería, es estéril y poco entretenido. La pornografía lo que menos tiene es imaginación.

Por último, me han pedido que recomiende un libro erótico para entretener mujeres, muchachos y adolescentes rebeldes por igual. He recomendado dos veces este: Inmaculada o los placeres de la inocencia de Juan García Ponce y, ya que estoy cuajado o, como dirían los tabasqueños, pushcaguao (ni le busque, seguro la estoy usando mal) por el calor y estoy en un receso de escribir sesudas porquerías, mejor dirijo al paciente lector a donde pueda encontrar erotismo de buen gusto, escrito (me imagino) en alguna casita, casota, de los Jardines del Pedregal. Aquel sur de la Ciudad de México, un sur que ya no existe desde mediados de los ochenta, donde vivían todos los personajes, por ejemplo, de alguna película de Mauricio Garcés. Pero ya, en serio, en un reflejo retorcido, juguetón y guapachoso de Justine o de Juliette, Ponce inventa a una tercera mujer quien podría ser hermana de estas dos, y crea un fascinante balance imaginario que hacía falta en el eros y el thanatos de Sade. Quíhubo. Inmaculada navega entre la ingenuidad de Justine (casi rayando a imbecilidad) y la perversión de Juliette (o bueno, la criminal). Pero no voy a contar más. Mejor lean y lo platicamos en un cafecito de Vips.

El capricho: leí un artículo, aprendí dos cosas de los perros y ambas derivan en lo mismo; el perro tiene tanta fe en su amo que cree que nunca será traicionado por él y que lo necesita para descubrir los secretos de su entorno. Si una persona le señala algo al perro, el perro poco a poco aprende que su humano le está revelando una verdad del mundo y que sólo será descubierta si tiene absoluta fe en la persona que lo está guiando. Esto es literal, pues no tenemos los mismos ojos. Lo otro es que un perro también confía absolutamente en que estamos tragando lo mejor. Si se le dejan dos platos de comida, uno grande y uno pequeño, y ve a su dueño tragando del pequeño, entonces el animal abandonará toda glotonería y toda ambición para confiar en los dientes de un mandril taimado. Pensaba terminar esto con una moraleja acerca de los perros viejos, del abandono y de la brevedad de nuestro tiempo sobre esta tierra, pero el perro me está mirando, y antes de irnos prefiero creer que no es piedad lo suyo, sino amor.

Tres peticiones y un capricho / La escuela de los opiliones