Todavía pienso que para escribir algo memorable, hay que ser sincero. Y la sinceridad, así lo he descubierto, tiene que buscarse a lo largo de muchas décadas. La primera parte es conocerse a sí mismo, la segunda es comprender los orígenes, y después, como cruzar un puente, aceptar lo inevitable: el olvido, la muerte, la debilidad, el fracaso. No hay ganadores en este juego, tampoco hay grandes perdedores, pero sólo un ritmo impreciso de cadenas y variables que nadie en su sano juicio, cuando ha pasado los primeros niveles del juego, está dispuesto a controlar. Pero sí navegar. A nadie le importas más de lo que se importa a sí mismo y nuestros medios son cada vez menos flexibles en ello. La sinceridad es una constante búsqueda para separar las palabras de los estallidos y el ruido blanco. Me gusta creer que la única posibilidad de redención, de valer algo y ser una persona medianamente soportable a los propios ojos, engañar al cerebro de una posible felicidad y un triunfo, es la sinceridad. También sé que probablemente me equivoco, que es una ilusión, una variable más de un juego vasto y abierto.

Escribo, por segunda vez, mi columna mientras camino. Dejé al perro en casa porque el sol tiene mala cara, como en los niveles desérticos de Mario Bros. 3. Según mi reloj, y miente, hacen 15 grados. En realidad se sienten como 23. Han pasado, a mi lado, masoquistas más dedicados que yo: corredores entre 23 y 42 años que juzgan el descanso de los domingos como una hipocresía. Los autos en la calle, por alguna razón, están más agresivos de lo acostumbrado: Cholula, y su pasividad insuficiente, y he contado al menos a cuatro conductores que rebasaron en una calle bastante transitada de doble sentido. Su idea de sinceridad es adelantarse a los otros, el ruido de la máquina y el fuego. Practico algo de sinceridad en la escritura de esta columna: las ideas son movimientos, son caminos, son los hombres caminando bajo el sol para deshacerse de algo como en una pintura de Ende.

Quizás, por fin, me tropiece y caiga dentro de una coladera y vea del mundo de las sombras, pero no el chingón (qué dijeron: ya va a empezar con sus diálogos de platón), pero el de Dungeons & Dragons. El fin de semana pasado vi una serie que me tiró por ahí. Diez episodios de una hora entre viernes y domingo. Si tienen Netflix, quizás puedan echar un vistazo a Stranger Things. La serie, por su propio bien, desecha toda esperanza de una historia original y una voz propia, y en vez de ello, se roba lo mejor de múltiples voces fantásticas y de horror de los ochenta (poco más, poco menos). Hay múltiples alusiones a Stephen King (en cine) y Steven Spielberg, pero también creo que James Cameron y Ridley Scott. Quizás, lo más sabroso, es que condensa varios géneros y un puñado de estilos y de arquetipos en un sólo producto y muchos de nosotros, si quisiéramos explicarle a un extraterrestre cuáles eran nuestras historias de fantasía, horror y misterio preferidas, lo dirigiríamos hacia allá en vez de sacar un bonche de libros y de películas. Una simpatía personal: parece que la serie, de algún modo muy raro, continúa donde se quedó Freaks & Geeks.

Quizás lo más novedoso de Stranger Things, si quisiéramos obligar algo de novedad (esa palabra…), es la idea del mundo de las sombras (robada amablemente de D&D) y los universos paralelos. Esta es una idea que recientemente se ha vuelto cada vez más aceptada, menos jalada de los pelos como diría mi madre, gracias a las pláticas de Ted y la difusión de la física cuántica (¿saben el chiste del gato de Schrödinger cuántico? Pregúntenselo a su físico de cabecera). La gente parece dispuesta a aceptar posibilidades y acepta, con más agrado, suspender la credulidad por la promesa de un entretenimiento más sustancioso. Qué bueno. Después de tantos siglos, una de cal por todas las de arena.

Hablando de movimiento, ideas y el universo de las sombras, mi tiempo de escritura y mi caminata de opilión están a punto de terminar. Será mejor que crucé la calle prestando atención porque hoy los autos están dispuestos a asesinar. Pero vamos, si fuera más sincero, y tuviera la valentía que tenía cuando era un chamaquito en los ochenta, cruzaría la calle sin ver y lo dejaría todo a la suerte. Quizás mañana, cuando sea más viejo y tenga la mente fracturada, finalmente tendré el privilegio de desaprender todo esto.