Extraño, esta tarde, ciertas noches secuestradas por el ritmo inexorable de un libro. Cuando era más joven, y no sé por qué se me ocurre esto, era más fácil leer. Viene la construcción de la imagen, de la mentira: noches de pie, a un lado de la ventana, iluminado por algún farol, cigarrillo encendido. Cuando no tenía un hogar y mi destino era incierto, estaba solo y no lo estaba, porque siempre tenía un libro entre las manos. Literatura de evasión, o literatura de supervivencia. Las historias que cuentan los viejos sabihondos para enseñarles a sus chamacos cómo van a morir, resonancia para el adulto vagabundo, abandonado, que no tiene el valor para rendirse en esta vida, sino que algún impulso siniestro y cruel debe continuar. Una pausa. Qué gordo estoy, qué apacible se mira la tarde de este domingo y aún si tuviera un libro entre mis manos, o una tableta con letras, no es el mismo abandono de aquel entonces. Un sorbo al café comprado en otro lado. Ahora sólo puedo leer como un hombre feliz. Ciertas historias, anoto por ahí, porque puede que algún día lo explore con otro lente y descubra la falacia, para ser leídas requieren el silencio de una vida desdichada.

Estos últimos años son raras las noches que duermo solo. Y aun teniendo el libro entre las manos siento que puedo abandonarlo en cualquier momento. El silencio, bueno, “el silencio” (romanticón de aquel entonces), ha sido reemplazado por otros ruidos, “otros ruidos”. Sin embargo, hace unos años, cuando por fin leí a Proust, también descubrí el truco en su máxima expresión: hay libros, sí, que consiguen crear su propio silencio, su propia estela que separa al lector de los otros, del mundo externo que podría salvarlo de la inevitabilidad de una historia. Quizás y sólo por eso, ningún otro arte (anoto por ahí: la pintura ¿?), puede robarse el espíritu, el ánima, o el soplo de vida del espectador / lector. La estocada está en el silencio.

¿Pero qué hice de aquellas noches, y por qué esta tarde las extraño tanto? Pregunta de Kevin Arnold. Sólo falta que salga Winnie Pooper en minifalda y me diga: no soy tu primer amor, imbécil, también soy doctora en matemáticas. Lo sé, Winnie, lo sé. Quizás debería ser un poco más sincero y darme cuenta que si aprendí a apreciar el silencio de Proust, y cómo ha cambiado mi experiencia como lector (para siempre, siempre, pre), es porque abandoné al joven solitario, errático, neurótico cuya única paz era la de leer en las noches (descanse en paz, aunque a veces sienta tus manos en mi tórax, abriendo mi pecho, dispuesto a romper la poca tranquilidad de mis días futuros). Ojalá pudiera recordar de dónde viene la analogía, pero el deseo son como dos caballos constantemente tirando una cuerda en direcciones contrarias. Igual sucede con la memoria, con la ilusión del tiempo pasado. No sólo he aprendido de los libros pero su perfección depende, también, de mi propia vida y mi propio tiempo. Quizás, sencillamente, extraño la superficialidad de la imagen, la construcción del vagabundo y de la soledad. Tal vez extraño el silencio porque, después de todo, incluso sin desearlo, siempre estamos en medio del ruido.