Durante estos días, he leído tantas opiniones, críticas y juicios variadillos en contra de los marchistas blancos, los mismos que inventaron algo llamado “la familia natural”, que admito fui un optimista y creí que nadie marcharía por un lema tan cúbico como: “A mis hijos los educo yo”. Pero sí hubo gente que marchó, hubo gente que vistió de blanco para exigir a otra gente que rompa su naturaleza y adopte “la normalidad”, como si se tratara de un switch. Cerré los ojos, suspiré y por un momento imaginé un mundo mejor: no eran seres humanos, eran mimos, pero unos que hacían mucho ruido y cargaban cartulinas pintadas con sharpie, y el color de los pequeños pero numerosos odios (el blanco también puede ser asqueroso). Y yo creí que ya habíamos aprendido algo. Voy a morder un taco aquí, hacer una pausa y diré lo que más me molesta de todo esto: me sorprende que me sorprenda.

Esta pequeña separación es una demostración de cuánto nos falta por luchar para que en México exista la equidad y dejemos de fregarnos los unos a los otros. Sí, podemos quejarnos, podemos razonar, podemos escribir cuánto nos hacen daño, pero sobre todo, también debemos educarlos y de preferencia, bueno, con paciencia y amor, cual si educáramos a los hijos, a pesar de que no son nuestros y evitar los golpes duros porque los martillos sólo romperán sus cabezas duras y quién sabe, a lo mejor aun así también se levantan, y siguen escupiendo veneno.

Ese puñado de marchistas blancos, los que se animaron a mostrar la cara, son la gente ciega, la gente ignorante, la que nunca ha tomado un libro en su vida si no es para morir en vez de entender lo ajeno y caminar los pasos de otro cuerpo; es la gente que nunca ha entendido que la piedad viene en distintos colores y sabores; la gente que nunca ha sido compasiva sin recibir nada a cambio y espera que sus jefes, rostros ocultos y en la seguridad de sus casas, algún día los mire y decida tirarles un pan, una limosna, pero tampoco hacen mucho, porque con un hierro caliente marcaron en sus nalgas lo que es la justicia y la marca duele cada vez que intentan hacer algo sincero, algo honesto; la gente que aún cree que el cielo está reservada para la hipocresía destilada y distribuye los favores como una moneda de cambio para protegerse de un Satanás imaginario, y no sólo eso, sino adueñarse de un mundo que creen está destinado para ellos, un lugar temporal el cual pueden arruinar con sus escupitajos bajo la promesa del cielo.

Me sorprende, no debería, pero me sorprende. También soy feliz. A pesar del odio disfrazado de blanco, de tolerancia y de naturaleza, también había gente en las aceras que bailaba y se besaba, gente de todos los sexos y vestidos de colores. Tan sólo hace unos días, sentado en una banca, escuché a dos muchachos besarse y luego hablar de las novias que tuvieron, y de por qué las tuvieron. Eran críticos consigo mismos, eran duros, pero aprendían a perdonarse. Es lo que falta del otro lado: el perdón, aprender el perdón, aprender el perdón a sí mismo. Paciencia, tenacidad y amor. Aquella gente, durante siglos, tienen ya programado el odio a lo diferente, a lo ajeno, un odio bien incrustado desde su memoria genética. La única manera es desenredar los hilos y no rendirse. Soy un optimista que viste de negro: creo que eso ayudaría, algún día, a cambiar las riendas de este país en ruinas.