La mayoría de las veces, si alguna vez salgo de mi cueva y por accidente me encuentro con otros machos de mi especie, y el accidente progresa en un blooms day, y después nos reunimos para beber y apreciar algún deporte en aquel aparato rectangular, elocuentemente negro y bello, mientras doy uno o dos sorbos, le pregunto al que se vea más amable si vamos ganando o si vamos perdiendo.

Nunca agarré del todo el bicho del deporte; no quiere decir que lo desprecio, al contrario, disfruto mucho la camaradería y las excusas para beber y fumar como chacuaco, pero es un proceso que me cuesta trabajo interpretar: espectador de deportes. Muchas veces recibo respuestas favorables y uno que otro me explica de qué trata el rugby, el bádminton, la fórmula uno y el fut; pero a veces, en raras ocasiones, me explican lentamente, como a un tarado, y eso pasa cuando uno apuesta por tratar de entender al otro. No hay bronca, mijas, pues de vez en cuando al hombre también lo mansplainean. Pare orejas con los padres: muchas veces no pueden evitarlo porque estamos repitiendo la inevitabilidad y somos nuestros padres mansplaineando a nuestros hijos.

(Un recuerdo: en clase de deportes, por tratar de darnos algo de teoría, un profesor nos repartió manuales de todos los deportes que se le ocurrieron. Y una muchacha alzó la mano, y preguntó si las muchachas debían leer el manual, y el profesor manoteó sus manos como si estuviera matando un enjambre de avispas, pero nunca respondió si debían hacerlo o no debían hacerlo. Pero entonces las muchachas se lo aprendieron de todos modos. Y luego las muchachas estaban explicándole al profesor cuántos metros debíamos tener de cancha. Y se miraban entre ellas como un grupo de cabronas. Y luego le decían a cuántos metros de altura debía colocarse la red del volley. Y el pobre profesor no volvió nunca a enseñarnos nada de teoría porque éramos unos pequeños palurdos que todo lo arruinaban).

Pues el 15 de septiembre salí de mi cueva en la noche y se cumplieron todas las características de lo que nosotros, los neandertales, llamamos: “salir de cacería” (mismo slogan de un padrísimo pelódromo poblano). Me tomé dos cervezas, un tequila, comí pozole y alguien encendió un bello aparato negro, elocuente, encuatronable y le pregunté a mi anfitrión qué veíamos, pues mucha gente salía de los autobuses, y llenaban el Zócalo, y me puse a ver sus celulares de pantallas grandes y brillantes, y sus jorongos y sombreros, y sus rostros plenos de aburrimiento y tristeza. Ora pues. No estaba entendiendo nada. ¿Quién había perdido?

Y después salió un muchacho guapo, de traje y corbata, a un lado de una mujer espectacular, siempre sonriente, y luego su estirpe bíblica y digo bíblica porque eran un chingo de chamacos, y empecé a preguntar de quiénes eran todos esos chamacos, y la gente empezó a explicarme, como si fuera un deporte, y yo asintiendo como menso porque yo creí que siempre había entendido algo, y la verdad es que no, nunca había entendido nada. Y yo me preguntaba por qué el Zócalo se veía tan pequeño, y dónde estaba la afición contraria, ya saben, la que abuchea, y por qué había tanto granadero, y al final aquel hombre guapo tomó la bandera, NUESTRA BANDERA DE NUESTRA GRAN NACIÓN, y empezó a blandirla como un juguete, como algo despreciable, y me enojé, pero no mucho, porque estaba bueno mi pozole y estaba contando las horas para el medio tiempo y por fin salirme a fumar un cigarro, porque la verdad no estaba entendiendo quién estaba ganando y quién estaba perdiendo. Mientras tanto, aquellos monos en el televisor, pretendían mirar los cielos, pretendían sonreír, pretendían hacernos creer que íbamos ganando.