Desde que delimitaron los caminos para bicicletas en mi pueblo bicicletero, los fines de semana tengo el placer de ver todo tipo de fauna que corre sobre dos ruedas a todas partes. No los entiendo. Me parecen gente rara. Soy un hombre de ciudad, un maldito chilango, un hombre que surgió del concreto y vivía el infierno de los microbuses, el metro y las unidades habitacionales para trabajadores del Issste. Por una suerte de intuición y educación forzada, crecí pensando que el orden de las cosas es distinto y el movimiento de las hormigas debe seguir otros patrones. Las bicicletas son una aberración. En Cholula vivo como un hombre nervioso.

No es para menos. La mayoría de la gente que anda en bicicletas tienen miembros falsos, cabezas dobles y mudan a pieles de colores estridentes para espantar a los depredadores. Acaba de pasar uno que usaba una especie de membrana reflejante (atada a su doble cabeza) que le permitía ver hacia atrás y sin voltear. Mutantes, se me ocurrió. Estos pequeños animalitos me dan más miedo que las bestias metálicas que dan vueltas por la glorieta y consumen los vestigios del mundo muerto.

(Quién diría que la muerte del mundo perpetúa la muerte del mundo. Pasado y presente alimentan la misma decadencia).

Claro, también hay bicitecas respetables: los que no se disfrazan y no andan en tribus de amarillos chillantes migrando su especie de un lugar a otro. Los mejores son aquellos que andan en vestido y gracias a la velocidad, y un aire travieso y cómplice, revelan algunos placeres (incluso si algunos son de piernas peludas). Pero los bicitecas decentes se esconden en los fines de semana, en cambio abundan los señores de ropas amarillo pikachu, pegadas tanto como pueden a sus redondas panzas, empujando a sus críos en ropas similares a dar la vuelta para cansar no sólo sus cuerpos sino sus espíritus y heredar las buenas intenciones de vivir sanamente. Al menos un día. Al menos en domingo. Igual que misa.

No lo niego, algunas veces envidio sus sonrisas y sus jadeos. Desde que les hicieron su carril, puedo verlos a la cara y estudiarlos mejor como paseo en el museo o en el zoológico; reminiscencia veloz del metro. Unos parece que vuelan a todas partes y no esconden la felicidad (pero, por cierto, actúa el dios de la ironía: rara vez encontrarás esa sonrisa en algún señor amarillo pikachu). Imagino la libertad especial, única, que brinda un armazón y dos ruedas. Van al mercado, a las pirámides, al motel, a la luna. Algunos de ellos, al odiar el confinamiento, aún van a toda velocidad por la banqueta y son una molestia instantánea, efímera, pero es porque así les gusta recorrer el sueño de todos. Menos metales y fábricas en alguna época de la humanidad y quizás hoy haríamos reverencia a cuatro elefantes que cargan el mundo plano, y bajo ellos, una tortuga en bicicleta.

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