Pikateca: señor de mediana edad que usa ropa deportiva color amarillo pikachu para andar en bicicleta, sugiero también su aplicación a los corredores y los que practican aerobics en los parques. Alternativa: Pichuteka, con k al final como referencia al pokémon, pero bueno, puede ser pichuteca, aunque me preocuparía su probable asociación con la palabra pichulita porque no todos esos señores están faltos de huevos. Me consta. Es muy difícil no vérselos cuando andan con ropa ajustada por las calles. Tremenda valentía. Por cierto, esto último me recuerda una película de Ghibli en donde unos mapaches con enormes testículos salvan la ecología de Japón. Tome nota.
Hoy me crucé con un pikateca. En vez de ir en el carril especial de bicicletas, por qué no, este monociclo se conducía solo en la banqueta. Monociclo: mono en bicicleta. Supuse que lo hacía por consideración de todos (eso creía) porque, bueno, tenía una mano en el celular y hablaba por teléfono. “Te quiero mucho, muñeco, estoy probando el camino para la bici. No es para niños chiquitos, ¿eh? Todavía te falta un poquito.” El señor zigzagueaba y evitaba a corredores y peatones por igual mientras hablaba con su muñeco y todos escuchamos cuánto lo quería. Entonces tuve una imagen clara del chamaquito; apenas con edad para abandonar el pasito perrón, corre a ver a su padre y lo mira vestirse con su disfraz de pikachu. Su padre es un dios. Esa imagen quedará grabada en su memoria para toda la vida y despertará instintos primarios de devoción y respeto. La perpetuidad del pichuteka está completa. Muñeco: el hijo ideal.
Unos domingos atrás, un muchacho dejó su auto en mi jardín. Era un Audi, creo. No sé mucho de autos. Yo no lo vi, pero mi esposa sí y le dejó un recado y, bueno, una lata de café vacía (para que no se cayera el recadito, según me confesaría más tarde). Más tarde, en la noche, el mismo muchacho tocó a la puerta de mi casa y cuando abrí, empezó a decirme: “Hay maneras de hacer las cosas”. Me reí. Pensaba tomar el asunto con humor. Pidió hablar con la señora y suspiré cansado, cerré la puerta y dije: “No, nada de eso, vas a hablar conmigo”. El muchacho siguió: “Desde que usted se asomó, parecía que escondía algo, se veía medio sospechoso”. Me reí otra vez. No pude evitarlo.
Entonces me acusó de rayar su coche y exigió la suma de 2 mil pesos o secuestraría mi tranquilidad, mi sueño. Me puse las chanclas, me acomodé el permanente y lo empecé a insultar. Trajo a un amigo que se hundía con vergüenza por el intercambio de ambos. “No le voy a decir quién soy yo, ni quién es mi papá”, dijo el muchacho. Giré los ojos. No tenía cara de mirrey pero tenía las aspiraciones en su lugar. El muchacho empezó a arremedarme, en otro momento habló por teléfono y dijo a su padre: “Por las nacadas que hacen aquí, papá”. Me dio un poco de vergüenza porque ya estaba metidazo en el papel de gritón y ya no podía reírme de sus tácticas tan facilonas de humillar al oponente. Nota: no abandones la risa.
Eventualmente vimos el archivo de las cámaras de seguridad. Puso la mano en el mouse: “No, no, señor, no se imagina usted cuán bien sé usar estos sistemas”. Pobre. El niño, imaginando a su dios padre orgulloso de haber solucionado su primer problema con la prole, se rompió en cuanto vio que ni yo ni mi esposa habíamos tocado su auto para otra cosa que dejar el recado.
Como no me bastaba verlo roto, le dije: “De ahora en adelante pórtate bien, ¿eh? No te vayamos a prohibir la entrada”. El muchachito se acomodó la ropa, infló el pecho: “A mí nadie me prohíbe la entrada, usted no es mi papá”. Su amigo me miró cansado. Dijo: “Sí, señor, hay maneras de hacer las cosas”, pero él sabía, por su tonito, que no sólo hablábamos del rayón imaginado, pero de su cuate y el espiral de pena ajena en el que se había hundido. Suspiré aliviado. “Ya me aburriste”, le dije al chavo, “me voy a mi casa”. Hasta entonces, unas por otras, no sabía de cuántas ridiculeces me había salvado al crecer sin padre.