Hace unos días, leí en PCGamer que la moral en la mayoría de los videojuegos es una fórmula matemática. El autor dice que la sencillez de la moral le pareció decepcionante y luego abunda sobre la ilusión de decidir, como en la vida. Tira los dados y eso decidirá el color de tu playera. Los caminos de una historia interactiva también son una fórmula, un árbol de decisiones y su sazón más sencillo es binario, el sí y el no. La compasión es una suma acumulativa de buenos gestos: +1 por cada tentación salvada y cuando llegas a 100 abre las puertas de un cielo simulado. Pero ojo porque cada acto en tu vida modifica la cuenta y no sólo de un parámetro, pero quién sabe de cuántos.

Quizás a la súper inteligencia detrás de nuestro campo de juegos no le interesa la compasión, o la maldad, o la perversión. Quizás tienen agudo interés en nuestro trato a las mascotas. +72 gatos, -118 perros. El capo pasará al siguiente nivel gracias al excelente trato que le dio a Morita. Queda de ustedes decidir cuál animal nos lleva al cielo o al infierno.

La fórmula no sólo aplica al espíritu, acumulador de medallas celestiales, pero el humano, a imagen y semejanza de ojos inefables y terribles, ojos metahumanos e inalcanzables, constantemente está creando sistemas de méritos y números para llegar a ciertos objetivos. La vida no es un juego, diría un viejo jubilado, pero sí lo es: cuenta de banco y cuenta de vacaciones. +1 por cada tarea inexorablemente aburrida que lo alejó de sus curiosidades y sus deseos. También, afortunadamente, hemos arreglado el problema de la socialización: la cuenta de los números en las redes sociales arroja un estimado satisfactorio de nuestro valor. Pero yo no valgo lo que dicen los likes, dice la tía de los memes pixelados. Casi le creo. Lo cierto es que unos 500 likes pueden salvar al hombre pegado al celular de dejarse caer en el puente. El humano jueguificado. ¿Qué tal suena otra maestría, otro doctorado?

Ay, cliché, suspira un romántico y susurra: pues en este juego llamado vida…

La obsesión humana es simplificarse, medirse a través de méritos y valores cuantificados, colocarse las etiquetas para facilitar su relación con los otros y mejorar su propia fórmula imaginaria (el juego, pues, cada quien lo interpreta y lo corre a su modo). Me gusta imaginar, sin embargo, si acaso es cierto somos el producto de una cabezota que atraviesa los cuatrocientos cielos, que cada uno de nosotros es un valor necesario y un producto ingeniado para eventualmente dar una respuesta. Somos la inquietud de una curiosidad sin límites, de una imaginación imposible. También me gusta creer que la única manera de encontrarla es trabajar juntos, asumirse la pieza de un rompecabezas. O quizás no, quizás somos lo opuesto (somos una caja de juguetes abandonada). El accidente de la vida, así como los pixeles que caminan de un lado a otro, es un high score en una máquina de pinball. Darnos cuenta de la inutilidad de los números, rechazarlos tanto como nos sea posible, es la decisión más difícil pero también es lo más parecido a la libertad.

Publicado originalmente en LJA.