Por alguna misteriosa razón, supongo tiene que ver con mis traumas infantiles y un órgano de nostalgia en el cerebro, escucho los veinte éxitos de Rigo Tovar. Las tonadas de su música no sólo son las cortinillas de películas icónicas como Las verduleras o Mi barrio, o quizás algún documental guapachoso sobre la Ciudad de México antes de los celulares inteligentes y el Facebook, pero también están incrustadas en mi infancia y siento, mientras escucho de mi Matamoros querido, un poco renuente, una especie de consuelo por haberme convertido en un adulto (ese maldito traidor).

Siempre tendré, para el horror y el júbilo, la música de Rigo Tovar para recordar mis pasos en un algoritmo laberíntico dentro del mercado de mi abuela, los parques oxidados y salvajes de la Balbuena y el filo amenazante de la navaja de Miguelito cuando le gané en el Street Fighter II de la farmacia.

Pero he estado sensible toda la semana y Rigo Tovar, finalmente, es la acumulación de un suicidio metafórico esperando a suceder. Primero: leí un libro escrito por un contador, lo cual afectó mi sensibilidad al punto de alterar mis ánimos para la vida. No digo que los contadores escriban mal (no todos, por estadística, sólo he tenido mala suerte de encontrarme a los más extravagantes), sólo que tienen una manera peculiar de expresarse e igual que la navaja de Miguelito, fue mi culpa, porque en vez de agacharme, o esconderme en algún rincón, agarré un librito azul del librero sin pensar y empecé a leer, y mientras leía tenía este presentimiento de que algo marchaba mal, de que había ciertas frases de hombre que sueña ser presentador de televisor o locutor de radio pero se despertó escritor y, dios santo lo perdone, con letras traiciona su verdadera vocación: ¡los números! Avanzada más de la mitad del libro, me dio curiosidad la solapa y, sin sorpresa, leí lo primero que dice la biografía del autor: contador público.

Eso me pasa por escoger a Guile.

El segundo evento, al igual que el sirenito, es igual de fortuito. Mientras trabajaba, encontré una copia de El pato y la muerte de Wolf Erlbruch y me dio curiosidad. Abandoné el trabajo durante una media hora para apreciar las ilustraciones, el rostro de la muerte y la ingenuidad del pato, y disfrutar el diálogo sobre la muerte y el frío entre ambos personajes. Habrá libros que siempre tienen ese efecto: jalarte al Méjico viexo, al de la memoria, al tiempo de la sencillez y los segundos infinitos; la brisa es más dulce cuando ignoras el futuro. Quizás esa es la única esperanza que tenemos: vernos ahí, recordarnos muchachos y recuperar un poco de ingenuidad, de gracia, para arrebatarle al traidor el presente. Suena Lamento de amor de Rigo Tovar y me da risa, de chamaquillo me daba risa su voz: ¿estará triste de veras o nomás andaba vendiendo discos?

Publicado originalmente en La Jornada Aguascalientes.