Una de mis tías, hace muchos años, solía corregirme porque me amaba. Esperaba buenas cosas de mí. No se dice negrito, por ejemplo, se dice negro (en aquel entonces, en otros países ya se estila el prefijo del afro, como el afro ninja de Samuel L. Jackson); ninguna mujer disfruta que le acaricien los muslos sin su permiso (recuerdo lúcidamente una vez que nos encontramos en el metro, mi tía entró al vagón, era joven, cabello larguísimo, veinte años y parecía muy enojada, años más tarde comprendí que el rostro del enojo es para alejar a los bobos) y a los oriundos de India se les llama hindús, los indios son otros, quizás los de indios verdes.

Algunas cosas las asimilé, otras tantas he decidido aprenderlas por mi cuenta y quedan algunas pocas en las que nunca voy a confiar hasta que me muera. Por ejemplo, todavía tengo el atrevimiento de llamar indios a los hindús. Confío en que algún editor me corregirá amablemente cuando haga el viaje al otro mundo. Últimamente he visto en Netflix la serie de Master of None (lo que nosotros llamaríamos un todólogo, como lo tuve algún tiempo -brillantemente- en mi perfil de Linkedin). Mientras mi esposa estuvo en el hospital, recuperándose, o ya en cama quejándose dormida de los pequeños dolores, encendí la tableta y confiaba que Aziz Ansari, en un papel muy a la Tom Haverford, habría de rescatarme de las esperas, las angustias y también del tedio. Creo que sólo el primer capítulo fue así.

Haciendo honor a su nombre, todavía no entiendo qué pretende Master of None. Tiene momentos preciosos, donde los escritores hacen una apología a mi generación (y algunos más jóvenes), y cómo estamos esclavizados, modificados inevitablemente, por los móviles y las redes sociales. En algunos capítulos pretende formar un puente entre los millennials y los baby boomers, y explora cómo han cambiado las nociones del sacrificio, el trabajo y la diversión. Finalmente nos muestra una arista poco común en la televisión gringa: los inmigrantes, los hijos de inmigrantes y todo aquel que no es blanco tomando papeles que usualmente pertenecen a los blancos de distintas variantes estereotípicas: los judíos, los irlandeses, los italianos los perdidos de New Jersey.

Ubicada en Nueva York, la serie peca de neoyorquismo extremo en uno que otro episodio, pero nada grave. No es Seinfeld, pero a veces quisiera serlo. Mis preferidos son los episodios dirigidos por Ansari: sus homenajes a distintas épocas cinematográficas y estilos demuestran una sensibilidad que contrasta finamente con su humor escatológico o infantil al que nos tiene acostumbrados en otros personajes o en algún especial de stand up. Pero la serie parece un despropósito, un pastiche, se tambalea sobre sí misma. El título de la serie quiere justificarlos pero queda de uno saber cuánto debemos perdonarle a los creadores de la serie. Yo sigo viéndola porque me parece un animal fantástico, muy extraño: hace las mismas cosas que otros animales pero no puedo dejar de verlo porque no lo identifico.

Hace algunos años, un japonecito (mi tía me corregiría: se dice japonés), Daisuke Amaya, obsesionado con hacer el mejor videojuego de la historia, prendió su computadora y clac clac clac, día tras día, líneas de código, pixel y pixel, hizo su primera obra. Bueno, es la historia que yo escuchaba hace tiempo: Cave Story nació por la tenacidad de una sola persona. Si lo buscas, puedes bajarlo y jugarlo gratis aunque ya existen versiones con contenido adicional que puedes comprar en alguna tienda de alguna consola. Esta historia es cada vez menos rara. Los videojuegos, en el presente, pueden ser como los libros: el trabajo de un autor tenaz y solitario.

El problema es la vara altísima que puso Cave Story a los valientes. Hay que entender, primero, que este fue un trabajo de años y disciplina. Lo que un equipo construiría en un año, un hombre lo hizo en cinco, o diez, o quince. Yo escuchaba del juego, lo miraba de reojo, y me fascinaba la precisión y la atención en el detalle de sus imágenes. No fue hasta la semana pasada que me animé a jugarlo de principio a fin. La guapura no sólo está en lo visual o lo auditivo, también en los controles. A pesar de su altísima dificultad, el juego tiene detrás a un creador obsesionado con entregar el mejor producto posible. Los disparos y los saltos son fluidos, las secciones de las cuevas son fascinantes e impactan la sensibilidad, y la historia es un misterio poco convencional que se revela conforme avanzas; y esto último, además, es un poco problemático porque depende de las cosas que adquieres y la historia cambia de acuerdo a la exploración del jugador. Nada mal para ser el trabajo de uno solo.

Daisuke pareció comprender, a lo largo de su viaje, una de las frustraciones fundamentales de nuestra generación: el juego, la vida, es una repetición, es comprender el ciclo y controlar nuestro lugar en él. En varias secciones del juego, cuando mueres, debes repetir un largo camino para llegar al mismo momento y probablemente morir de nuevo. La metafísica del jugador. La historia de la cueva en baja resolución. El apostador pierde su casa para empezar de nuevo. Pero Aziz comprende otra cosa: los viejos tenían propósitos muy claros, objetivos sencillos que fueron transmitidos generación por generación; la religión y la nación no sólo son instructivos pero también finales y hoy parece que estamos sobre una piedra, mirando el cielo, midiendo el horizonte con métodos primitivos y distraídos, y nuestros padres y abuelos nos miran confundidos.  Daisuke quiere hacer un videojuego, Aziz no quiere hacer algo de su vida y ninguno de sus ancestros entiende por qué.

Publicado originalmente en La Jornada Aguascalientes.