La semana pasada compré, por primera vez, huesos para mi perro. Huesos de verdad. Huesos que pertenecieron y le dieron estructura a un animal que vagaba sobre los pastos de esta tierra. Pienso en los animales digitales, aquellos que sólo existen en espacios simulados (¿Han visto el video del venado que recorre las calles de Los Santos?). El carnicero, detrás de los refrigeradores, entre cadenas de chorizo y longaniza y las cabezas de cerdo, antes de venderme diez pesos de huesos me hizo una entrevista. Se convirtió en experto huesero. ¿Qué raza es su perro? ¿De qué tamaño: chico, mediano o grande? ¿El hueso lo quiere de res o de cerdo? ¿En cuántas partes se lo corto? No sabía nada de eso, canalicé a mi canino interior y respondí lo siguiente: soy un basset gordo, lo quiero de res y córtamelo en cuatro, porfa.
El carnicero alzó las cejas.
Cuando llegué con los huesos a la casa, primero sentí ternura por ser testigo del instinto carnívoro, casi asesino, de mi perro baboso y orejón. Nunca lo había visto salivando tanto ni con los ojos tan abiertos y tan hambrientos. Los tengo así para quererte mejor, Caperuzo. Tomó el hueso y sosteniéndolo con el hocico, lo paseó por toda la casa, buscando anidarse en algún rincón donde pudiera roerlo en santa calma, evitándose el peligro de los humanos necios o quizás por temor de que algún perro invisible quisiera arrebatárselo. Tuve que perseguirlo un rato, lo ahuyenté de los sillones y de las camas. Los peligros de un hueso crudo. Entonces me dio curiosidad y busqué en Google.
A pesar de Facebook, sus anuncios en video que toman posesión diabólica de los teléfonos, y a pesar de las empresas tenaces, los políticos corruptos y el constante peligro de la neutralidad, algo no dejará de haber en internet y es un cúmulo de experiencias escritas, narradas, para compartir el sentido común. Y el sentido común salva vidas. Los consejos de los abuelos, de las señoras y de las tías, tienen sus pedacitos de verdad, sus pequeñas lecciones morales para perpetuar la especie y ahorrarnos las desgracias. Claro, no podemos escucharlo todo o amargaríamos nuestra propia vida, o la de nuestras mascotas. No soy el único ingenuo que ha comprado, por primera vez, un hueso de verdad para su perro. Preguntas a Google y empiezan los cuentos de gente experimentada: no compres los de cerdo, ciertos huesos son para roer y otros para nutrir, nunca des huesos cocidos a tu perro y congela los huesos crudos para que duren más tiempo. También viene un acertado consejo para el hombre: un hueso es un botín, no se lo quites a tu mascota así como así o puedes perder el brazo.
El animal es un animal.
Mientras leía más historias de huesos, recordé las veces que internet me ha salvado la vida, y si no la vida, me ha protegido de algunas bacterias y dolores estomacales. Cuántas veces no habré leído los lineamientos del gobierno americano, el cual viene en español y en inglés, sobre la refrigeración y la conserva de alimentos (no he encontrado el de México, necesitan un mejor SEO o probablemente les convendría dirigir menos dinero a paraísos fiscales e invertir un poquito en mejorar el acceso a la información y cuidar a su gente, quizás).
Hace unas semanas, abrí el refrigerador y encontré un recipiente con pollo cocido. Abrí la tapa, olí y mi nariz, de algún modo, me advirtió que comerlo no era lo más sensato, pero no apestaba, sino que olía demasiado a pollo. Mi cerebro no confiaba del todo en mi nariz, pero así es la evolución, qué les digo. Como si ese pollo cocido se hubiera convertido en una criatura cuántica, y su olor y sabor se hubiera distribuido en todas sus variantes posibles. Soy un hombre de experimentos y de pruebas, y confiaba que comerme a esa criatura me convertiría en un dios cyberpunk. Estaba dispuesto a echarlo en un sartén de hierro y esperar a que el fuego escogiera el mejor de todos los sabores y matara todos los bichos. Nada, qué. Hice lo que todo hombre superviviente, de estos nuevos tiempos, esta nueva era, haría: busqué cuánto tiempo dura el pollo cocido en el refrigerador. Responde el gobierno americano: de uno a tres días, amigo mexicano. Desistí de alimentarme de la evolución de esta protocreatura.
Y así Google es la búsqueda por perpetuar la vida humana, y las preguntas lanzadas en Facebook y en Twitter (que a veces tienen respuestas sensatas), y también los foros hechos por personajes que aman algunos fragmentos de vida: la jardinería, los libros, la música, el cuerpo. No sólo existen los consejos, el sentido común, para conservar la especie pero también existe la biblioteca para mejorarla un poco: dios internet me ha respondido cada cuánto tengo que cambiar mis tenis de correr, cuántas tazas de café consumir al día, cómo mejorar los orgasmos, de qué sirve sazonar un sartén de hierro, cuáles son las horas óptimas para tomar una fotografía en luz natural, el nombre de los pájaros y de los árboles y los parásitos que los consumen. Internet también es la abuela que hemos perdido o hemos olvidado, son los padres que siempre deseamos y nunca tuvimos, son los tíos con los consejos extraños pero chingones. Tenemos, en estas islas, el secreto para perpetuar la vida humana. Lo único que lamento es toda esa gente que no morirá por accidentes triviales, cotidianos (comerse un estafilococo violento, romperse un menisco por correr con tenis chafas y tropezarse, y caer en el agujero, y caer y caer); los hombres eliminados por una tontería también iluminan, de algún modo, la existencia de todos los que hemos sobrevivido.