Como tío y padrino de una escuincla, me he resignado a una vida de fiestas infantiles y eventos navideños. Ahí estoy, en silencio, escuchando a las misses dictar los numeritos de una rifa y aplaudiendo a los niños chillones para que bailen. Los padres, de cualquier modo, son felices. Cansados pero felices. Ojerosos, consumidos, chupados por sus vástagos, pero sus rostros abandonan la sonrisa de una humanidad satisfecha con replicar su semilla, prolongar su efecto sobre nuestro planeta cansado. A veces esa felicidad de un futuro ciego es envidiable. Yo nunca tendré hijos y si los tengo, sería el menos interesado en ello, pero estoy feliz con que los niños estén en mi periferia y vengan a visitar de vez en cuando. Mi memoria no siente ningún compromiso de replicarse.

Los padres hicieron la última fiesta con una temática de Moana. En nuestra pequeña editorial digital, hemos trabajado durante unos meses un libro de cuentos isleños que narran el mito de Maui. Algunos investigadores están satisfechos con la personalidad del dios en la película y los contenta el accidente, una especulación de muchas, que los hizo dejar la vida de los mares. Otros hacen una pequeña pausa para recalcar la importancia de la madre de Maui en su vida y cómo la señora le daba sus chanclazos para que se convirtiera en un joven dios de provecho. Todos están felices con los tatuajes. Yo, mientras pienso en esas cosas, camino por el salón por curioso, a ver qué hay, pensando en aquellos cuentos y la película (la he visto de reojo mientras la sobrina baila y señala y se ríe), y miro a la piñata de la fiesta, un kakamora.

Aprendí que los cocos antropomórficos se llaman kakamoras y son una especie de duendes nefarios que siempre están enseñando los dientes y quieren picar a alguien con su lanza. La piñata me hace feliz. Es mi tipo de monstruo. También es la primera vez en mi vida que veo a una piñata armada para defenderse. El golpe indicado bajo el costado del kakamora y puede suceder una desgracia, un ojo perdido, un corazón atravesado, un pequeñín empalado y una cascada de dulces sangrientos para los adictos al azúcar. Suspiro decepcionado, de repente soy realista: ¿cuánto daño pueden hacer los niños de dos años a una piñata que rebasa su estatura y su maldad? El sentido común dice una cosa pero si esto fuera una corte del gabacho, bueno, el piñatero estaría hundido en demandas. Más tarde, cuando miro a los chamaquitos en el rito del dale, dale, parecen un tanto confundidos pero animados. Golpean al kakamora sonriente con ayuda de sus padres, lo golpean quedito, aún ajenos a la maldad y al placer de la violencia, la destrucción, el gran premio que viene por romper al ídolo.

Nadie rompió al kakamora, claro que no, el kakamora se rompió solo. Un brazo y dejó caer bolsas con dulces que fueron repartidas de manera civil, amable. Son criaturas, después de todo, el inicio del futuro, la esperanza de la humanidad. Una piñata los puede deshacer y ninguna persona querría bajar su lugar en la cadena por un pedazo de papel, de engrudo o de barro (ojo: dicen los dioses viejos que los primeros de ahí venimos, quizás, igual que los primates, las piñatas son nuestros genes).

Niños de dos años. En mis tiempos, uh, mis tiempos (empieza el señor), las mejores piñatas tenían sangre, puñetazo, patadas y paletas de chupirul o pirulí con las cuáles podías sacar el ojo de tus enemigos. Pero no soy justo con mis recuerdos, yo habré tenido de 6 a 9 años y a esas edades las piñatas son un rol de supervivencia. La primera vez que probé el caucho de unos zapatos bien boleados fue en una piñata y, junto con la dignidad perdida, es un sabor inolvidable. Veo la lanza del kakamora, abandonada en una esquina. Ninguna piñata tiene por qué vengarse de la humanidad, tengo el presentimiento de que toda piñata piensa que los niños solos, eventualmente, pagarán el estrago de sus propias risas.

Publicado originalmente en La Jornada Aguascalientes.