Me desperté apresurado, contento y un poco presionado por la comunidad literaria mexicana, la de mi cabeza un poco pasada de moda porque a veces me digo que el Ateneo no está muerto y son como los illuminati, dirigiendo extraños hilos de la cultura mexicana, pero bueno, conspiración aparte, desperté apresurado porque había soñado una revelación: un libro apócrifo de cuentos de Arreola. En mi sueño, él mismo me leyó ese libro de cuentos como un profeta pero, conforme lo expulsaba con su vozarrón igual que un ángel empuña su espada flamígera, sentí una decepción que no había sentido en siglos como la pena ajena que se siente por la locura; quizás lo mismo que sentí cuando vi a Guadalupe Loaeza apuñalar a una piñata de Trump. Ya se deschavetó la señora y nadie la detiene, pero la graban para nuestro deleite, aguántese tantito porque el sentir del pueblo mexicano y uno quiere darle una cachetada, párele ya, va arruinarse el saco y los dulces van a quedar partidos en mil cachitos, qué-no-ve, pero la señora no se detiene y Arreola no dejaba de leer un volumen onírico de caídas, desparpajos políticos y la muerte inevitable de algún detective sueco.

Despierto y dormido, porque el sueño no termina hasta que uno lo ha olvidado, asumí la responsabilidad: Arreola no escribió ese libro de cuentos, lo hice yo con una máscara de Arreola y decidido a perdonarme y dejarlo ir, aun cuando sólo recuerdo algunas intenciones, acciones mínimas que persisten como las moscas cuando endulzas el café con miel, concluí que la calidad de aquella obra era inferior, ni digna de Arreola ni de un maxmordón disfrazado de Arreola y trato, por todos los medios posibles, de quemarla en la memoria. Imagina un incendio y arroja las páginas en él. Repite esto como un mantra. Habría que preguntarle al soñado si tiene un poco de paz y finalmente lo abandonaron, porque me cuesta trabajo olvidar, por ejemplo, el habla común de algunos personajes, sus lentes y sus playeras punk, y las grafías sugeridas por Arreola para representar la caída a otro mundo, atravesar una puerta de imaginación para capturar secretos y traducirlos al mundo de los hombres.

Pero qué hace, quiero decirle a Arreola, ¿juegos tipográficos? ¿Usted sabe lo que me van a decir en las universidades del mundo si de repente hago ponencias de sus juegos tipográficos? Y Arreola se ríe (debí sospecharlo entonces), me enseña los símbolos los cuales, me cuesta trabajo negarlo, son muy elegantes y quizás, se me ocurre, tenemos una oportunidad; los garigoleados evocan una caída en espiral a los mil infinitos de Troggdor y quién soy yo para decirle al señor que dejemos de jugarle al vergas y él, oliendo mi duda como los perros huelen los miedos, empuja un poco más los límites de mi vergüenza y de mi cordura.

Mira, Agustín, dice el Arreola juguetón, enunciando mi nombre como un accidente que se originó de buenas intenciones, este cuento trata de México. Y yo quiero pedirle que se detenga, pero ya está leyendo, así como los señores que tienen un comentario en vez de una pregunta, y el cuento empieza, como todo comienzo en México, en un gimnasio de iniciativa gubernamental. Un chavo se está ejercitando y critica a los políticos corruptos mientras levanta unos quince kilos. No es un garrafón, pero casi es un garrafón. Genial, pienso, no sólo soy un ignorante en materia de Arreola y de ser un falso Arreola, pero también desconozco las rutinas mágicas para los músculos pachoncitos.

Amablemente le quité el libro de las manos, lo cerré, le dije que ya había entendido que me estaba regalando un imposible, una oportunidad única en la vida y él cabeceó tranquilo. Me regaló una sonrisa piadosa, se despidió con un gesto y se hizo a un lado para platicar con Pacheco mientras yo guardaba su libro apócrifo en un bolso. El sueño termina con un largo viaje en un desierto. Mis manos cavan un agujero para soltar el libro y dejarlo enterrado. El libro ha cambiado de realidad, en otra versión de esta simulación o en el sueño de un perro orejón y pedorro. Si alguna vez alguien encuentra esa broma diabólica, la encontrará, igual que yo, en un sueño de arena.

Publicado originalmente en La Jornada Aguascalientes.