Mi bisabuelo dejó una instrucción: en caso de una calamidad presiona el botón rojo. Parece fácil pero no lo es. El botón rojo se encuentra en Ciudad Central, a unos 1300 kilómetros de aquí, en una fortaleza subterránea. No siempre se ha llamado Ciudad Central, en serio, antes, cuando la gente podía soñar, se llamaba Toribio, creo que así se llamaba, pero Toribio se convirtió en Ciudad Central porque la gente, según contaba mi espeso linaje, perdió imaginación y tuvieron que simplificar las cosas para que el mundo marchara de algún modo. Le cambiaron el nombre a Ciudad Central y nadie se molestó en bautizarla o regresarle el nombre anterior.

Toribio, peguen bien los labios y díganlo: to-ri-BIo. ¿Oyen eso? Suena como algo que me gustaría morder para hacerlo sangrar pero no es raro. Me hierve la sangre fácil. Me cuesta trabajo no morder las cosas, mucho menos destruirlas. La solución es darle un martillazo y se acabó. Dicen que mi carácter lo heredé de mi abuelo, Barabnik, pero él era listo. Él podía destruir todo lo que quisiera porque lo reconstruía y quedaba nuevo y mejorado. Yo soy tonta. Ni modo, se da el caso de enanos que nacen sin cabeza para esos negocios. Me desespero fácil. Veo un engrane o un Toribio y tengo ganas de morder.

Soy la princesa del oro y del martillo, así me llaman en Trenton, mi país natal. Tremendo nombre más marica pero es mío y qué decir, tiene su encanto pretender que soy realeza. Tenía su encanto. Princesa de nada, actualmente, porque ha sucedido una desgracia y según el bisabuelo, y mi abuelo, y mi padre, y este manual de 400 páginas en mi bolso, tengo que ir a Ciudad Central para apretar un maldito botón rojo en caso de una calamidad.

Quisiera hacer otra cosa. Evadir la responsabilidad de mi gente. Han pasado semanas desde el ataque, desde que tuve que abandonar mi país por la invasión del dios de los pies descalzos, el dios de la columna negra. Traté de alejarme, rechazar mi destino, contemplé la posibilidad de vivir en otra parte, terminar mi vida en una cantina y olvidarme de esta pesadilla pero los muertos y los monstruos me persiguen, saben dónde estoy; criaturas interminables surgen de la maldita columna negra y yo soy su objetivo. Las polillas ratoneras saben cómo encontrarme, no importa cuántas mate, miro para arriba y están ahí para comunicárselo a su señor.

¿Saben qué es una polilla ratonera?

Se los voy a platicar.

Había bebido apenas seis tarros de cerveza cuando me corrieron de La polea feliz, mi bar de confianza, por darme en la madre con unos barbajanes. Caminaba a mi segundo lugar preferido, La palanca que la mueve, cuando vi a una rata negrísima salir disparada de un callejón. Normalmente, por deporte, la hubiera alcanzado de dos saltos y la hubiera golpeado con mi martillo para ver qué tan lejos podía hacerla volar, pero había algo curioso en la urgencia de sus pasitos, de sus bigotes ansiosos. Se veía nerviosa, apresurada, como si necesitara fumarse un cigarrillo.

Necesito fumarme un cigarro pero ya se me acabaron. Ojalá haya suficiente vicio en el siguiente pueblo de porquería. Ojalá los muertos no los hayan alcanzado antes.

La rata, como decía, se adentró a las calles de piedra y yo necesitaba ver qué buscaba. La perseguí hasta que nos topamos con una polilla negra, negrísima como la rata, descansando sobre un muro de ladrillo rojo. Presas fáciles. Contuve la respiración. La humedad reflejaba las luces neón de mi país, la rata saltó, la polilla voló y por un instante, vi mezcladas las siluetas de ambos animales oscuros.

Me di dos golpecitos en la cabeza.

Si no estoy tan peda, me dije.

La polilla voló hacia la rata. La rata, como era de esperarse, la atrapó con el hocico y las garritas. Empezó a masticar y morder. Yo escupí las palmas de mis manos, iba a dar el martillazo porque estaba profundamente decepcionada de una naturaleza sucia y procaz, cuando escuché un crujido que me detuvo en el acto. Eran los huesos de la rata: se estaban quebrando. Chillaba muy agudo, pero el chillido se interrumpía porque tenía la garganta atorada, y yo sospeché que era testigo de una cosa horrible, un hechizo prohibido, como aquellos en los libros de Kahn gor Math.

El lomo de la espalda se rompió en dos y por la rajadura se extendieron un par de alas de una oscuridad inefable; pero aquellas alas eran magníficas, grabadas con la silueta de la muerte en los patrones de su naturaleza, muerte que sonreía y dejaba de sonreír, muerte que miraba y anclaba su terror en el alma. Me prometí no beber más esa noche. La rata dejó de chillar, pero todavía movía los ojos, parecía viva. Alzó el vuelo con torpeza. Yo eché dos pasos para atrás, no para huir, sino para asestar el primer golpe que debía terminar con esta aberración.

Mi familia me había preparado para estos monstruos horribles. Un día mi familia irá a la torre de los sueños, decía Spudnik, y tiene que estar preparada para las pesadillas del mundo.

La rata me miró a los ojos. Abrió el hocico. Vi la cabeza de la polilla, entre el paladar y la lengua, atrás de los dientes y se me ocurrió que parecía un guerrero usando la piel de su enemigo. Blandí mi martillo pero la polilla ratonera fue más rápida y me evadió. No pude seguirla más. Volaba con algo de torpeza, o eso parecía, porque la cabeza de la rata se movía maravillada y confundida, como si por primera vez su especie entendiera el placer del vuelo. Había felicidad en su expresión de sufrimiento. No mucho tiempo después, como el anuncio de las desgracias, se levantó la columna oscura en Trenton y entonces lo perdí todo.

Mi bisabuelo era Spudnik Pollodux. ¿Lo conocen? Él y su socio, Vort Wunden, fabricaron y distribuyeron las máquinas que regresaron los sueños al mundo, orgullo de mi país y de mi raza. Fueron héroes, al menos durante seis siglos porque hoy cayó la primera. Fueron las polillas ratoneras, sus garras y sus alas, quienes destruyeron la máquina original de los sueños construida por mi familia y Trenton se ha apagado, se ha sumergido en una profunda oscuridad, sus luces neón se extinguieron. Pero necesito tomar aire. Esta princesa del martillo y del oro necesita sus cigarros si quiere seguir contando esta maldita historia. Mi nombre es Tarabnik Pollodux, soy la princesa idiota, dueña de nada, y tengo que apretar un botón rojo en caso de emergencia. Al parecer, según las reglas de este mundo irónico y apostador, para eso nací.

Sueños de un dios muerto

No culpen al perro