Buenos días. Los viejos saludan mientras esperan el resultado de la cafetera de la terminal. No saben como usarla; pican demasiados botones y no sale el café, pero se echan una que otra conversación para verse planeados, correctos. Envejecer es esconder la vergüenza, convertirla en un acto social. No es para menos, la máquina es monstruosa, yo no me pararía frente a ella para hacer el ridículo. Con los años he empezado a apreciar mis principios de tecnofobia. A mi derecha un pequeño y ronco instrumento gorgotea. Qué clase de animal y miro de reojo. Sí, mi amor, dice una señora. Su voz es de una dulzura artificial, ensayada; el tipo de resignación esperada por parte de quien ha engendrado a un diablo. Cierro un momento el libro, una novela que pretende tímidamente ser más de lo que es. Miro y descubro a una chamaquita de sudadera rosa con una amplia sonrisa de cabrona, le faltan algunos dientes. Me mira a los ojos. No los aparta. Su sonrisa crece y crece, muestra las posibilidades y travesuras. No habla, pero hace sus pequeños ruidos guturales, niña-monstruo, niña-monstruo, expulsados al infinito como sentencias de vida; incomoda a los viejos que no saben hacer el café pero tienen eternidades disertando sobre los caminos del alma. Yo sonrío a la niña, creo que ella puede ver mis dientes detrás de la mascarilla.