Puertas: durante años he tomado fotografías de puertas y portones. Me asombran, especialmente, las puertas metálicas y oxidadas pero desde que vivo en cierto pueblo, he aprendido a apreciar los detalles de las puertas de madera y hierro; en sus grietas se esconde el inicio de toda historia. Las colecciono porque me recuerdan los sueños de Atreyu, el indio verde, y su recorrido por aquellas puertas de materias, colores y texturas. En el sueño encontró el mensaje. Atravesar una puerta es abandonarse a sí mismo.
Árboles: adorno mi ventana con tres árboles: una palma de madagascar, un amaranto y un árbol de la buena fortuna. Después de talar el árbol de dólar y su estructura amenazante pensé que necesitaba un poco de sombra, de colores áridos e inmodestos, para suavizar mis días de enfermedad y rutina. Si ella estuviera aquí, se sentiría como en casa.
Cruces: construyó una casa de madera sagrada y bendita. De algo debía servir la creciente ausencia en las iglesias y los fieles. Los amuletos de dios, uno sobre otro, como si resolvieran un acertijo, un videojuego de una sola pieza. Tuvo que ser paciente, quizás tardó años en construirla por esperar que las piezas embonaran de manera perfecta en el muro, las esquinas, el techo, pero al final logró construir un templo para sí mismo con la fe de los otros.
Cajetillas: de mi vida como exfumador conservo tres cajetillas con diez cigarrillos cada una. Podrían ser un mes de autocontrol obsesivo y masoquista. Antes del cáncer, pensaba un poco tonto y feliz, que podría reservarme esos cigarrillos para ocasiones especiales. El humo es uno de los catorce millones de futuros posibles.
Cables: si existe una entidad superior vigilando esta simulación, una inteligencia que supera lo que nosotros llamamos realidad (el ser hiperbinario de género superfluido que vive en la metarrealidad contempla su trabajo: somos datos y pixeles en su pantalla básica y tridimensional), me pregunto cómo habrá arreglado la situación de los cables. No se trata de liberación, no soy un iluso, se trata de una paz estética.
Aves: cuánto cambia la relación con los pájaros cuando empiezas a fijarte en ellos. Contemplar a un grupo de aves y sus rituales te ayuda a superar las millones de portadas que has visto de Juan Salvador Gaviota. La romantización del gorrión en pleno vuelo. El mirón de plumas no sólo construye la trayectoria estelar de los vuelos, pero también aprecia su cuerpo inflado y el arrojo con que pica los ojos de sus contrincantes. El ave no sólo es libre por su dominio de los cielos; es un esclavo de la biología.
Telescopios: mi cielo provinciano no tiene estrellas porque sus calles están demasiado iluminadas. Al final, compré un telescopio para mirar las ventanas de unos departamentos lejanos. Dos horas mirando a una chica acicalarse el cabello. Es lo menos que me deben (¿quiénes? ¿cómo?), pues la altura de sus propiedades me quitó la vista del Popocatépetl. Revelación: quizás por estas cosas el poblano es como es.
Consoladores: nunca ha entendido porque estos instrumentos burdos, de colores chillones y vibraciones programadas, son llamados consoladores. Se puso uno en el oído para ver si recibía una confesión y luego se lo acercó a la boca para contarle un secreto. No pasó nada, ni siquiera recibió una señal. Imaginó entonces una casa. Si juntaba suficientes de estos artefactos podría construir un templo, un hogar colorido para consolar a los vagabundos y los perdidos. Véngase.
Servilletas: cuando una adivina ciega le dijo que su destino estaba en garabatear porquerías en papel y lápiz, tomó la tranquila resolución de fugarse. Ha sido muy difícil, un proceso de muchos años. Lamentablemente la gente siempre tiene lápices, plumas, papel higiénico, cuadernos contables y similares; pero ha conseguido evadirlos. No puedo decirles dónde hizo su casa porque lo envidiarían, pero vive en un país donde no venden servilletas.
Libros: compro libros porque no es práctico coleccionar puertas. La vaga idea bidimensional de la puerta adquiere volumen, peso, grosor. Se convierte en un objeto que puede vivir en nuestras manos. La idea del pasillo onírico se convierte en un artefacto sensible. Cómo no amarlo. Los libros y sus portadas simulan texturas. Los libros de piel curtida, lo sé, no todos, asemejan la edad de un árbol derribado, cadáver natural, cuyo sacrificio lo transformó en la entrada a un templo, lugar de murmullos y oraciones. Las grietas del papel son la historia oculta. Abres el libro. Te has abandonado.