El venezolano, Johnny, solía decir que uno debía procurarse tres amigos en la vida: un abogado, un mecánico y un médico. No sé cuántos amigos mecánicos o abogados tengo. Pero sé que en este punto de mi vida, afortunadamente, sin quererlo, tengo dos médicos que me quieren y se interesaron por mí cuando navegaba en el mar incierto: Irwin Martínez, mi anestesiólogo y hermano, y Lucía Álvarez-Palazuelos, mi neuróloga de cabecera. Escribir por qué están en mi vida y siguen conmigo después de tanto tiempo, del silencio y la ambigüedad obligados por el tiempo y la lejanía, es complicado; no podría hacer justicia y tampoco querría decir toda la verdad, porque ciertas complicidades es mejor mantenerlas en una caja misteriosa, pero algún día lo intentaré y les inventaré algo chingón, digno de su sapiencia, su corazón y su cerebro. Saben ellos que una señal de amor y respeto es evitarse la verdad completa y apreciarán que uno abra poco la cortina.

Considero, mientras he vivido este episodio chinguita de mi vida, que uno es el corazón y la otra es el cerebro.

Cuando recibí el diagnóstico apresurado del primer médico, tuve que aceptarlo en chinga: “me acaba de caer el rayo”. La imprudencia de Pompeyo MD me dio desconfianza, SABE POR QUÉ, así que me aproximé con cautela a Irwin y Lucía para ver si recibía información distinta. Como pudimos, Sol y yo tomamos fotografías de la radiografía (éjele) y se las mandé. Mentiría si les dijera que esperaba algo favorable, una respuesta distinta. En ese momento ya estaba atrapado por el diagnóstico, era un hombre sin posibilidades de resolver nada. Había perdido el control pero me negaba a olvidar una verdad fundamental: ningún control es absoluto, tienes que entender que puedes dividirlo en habitaciones. Si no puedes mantener el control de tu casa, al menos puedes controlar una o dos habitaciones (el baño, tu oficina, el estudio, el jardín) y eso puede darte algo de paz, la suficiente para no perder la cordura.

Por una parte, el cerebro se puso a trabajar en comprender que había sido escogido por una lotería genética, una instrucción que estaba desarrollándose desde que nací, y lo único que podía hacer para resolverlo, además de echarle-muchas-muchas-ganas-jajá, era buscar y seguir los proceso habituales para detener la instrucción, la biología predestinada. Hice cálculos de fechas y un gugleo extensivo del cáncer y cómo funciona. Ojo: esto último no es útil, no te va a salvar la vida y mucho menos hará que duermas mejor, pero lo importante en este caso es engañarte con la noción de que estás haciendo procesos, aunque sea mínimos como la alimentación y el ejercicio, para resolver un problema. No te quedes quieto, muévete. Si eres un neurótico y gustas de resolver cosas, esto es esencial, así como otros funcionan después de tirarse al drama y duermen durante días.

Lo segundo que hizo el cerebro y dejé que así funcionara, fue decirle a Sol, algunos familiares y a los amigos más cercanos que estaba contento con lo que había logrado a la fecha. El plan de muerte, proyecto de tumba, gusanito rock. Y sí, desarrollando una historia vital, tejiéndola y verbalizándola, me di cuenta que estaba bien. Al menos, lo más importante y lo que siempre desee, fue escribir varios libros/proyectos literarios que me gustaron y que puedo releer sin algún arrepentimiento (y muchos otros que son de pena ajena, pero vamos, no los he abandonado ni desconocido. Todos los libros, a pesar del cariño de su escritor, quedan a consideración de los pocos lectores rabiosos que tengan. Nada importa lo que piense uno, sólo para la vanidad y la paz propia). Seguí con el examen de ocasión; en otros aspectos no sentía pendientes o remordimientos: he tenido amor, he paseado por lugares vibrantes e inesperados, he tenido el privilegio de amistades bonitas y una familia tumultuosa, he sufrido como un bastardo. Todo este recorrido, en cada etapa, solamente me hizo tener más hambre de vida. No he tenido que mentir sobre quién soy, mis gustos o mis placeres para ser aceptado y querido y siquiera me he tomado la molestia de quedarme en lugares donde no soy bienvenido. Eso, para mí, es una bendición. Siempre he sido capaz de construir mi propio espacio. No debería pedir más, aunque probablemente lo haga y lo siga haciendo, por el simple gusto de tener los huevos para hacerlo.

En ese momento hice mi primera consideración a la muerte (porque sí, hay una segunda y quizás habrá una tercera). No estoy ciego. Aún a la fecha, mientras escribo esto, sé que estoy caminando sobre una tabla entre dos edificios. Sé aproximadamente qué tan larga es la tabla y qué tan resistente es su madera. Hay números y probabilidades que me ayudan a distinguir la resistencia del material, la altura al piso, la distancia entre los edificios, pero hay otras variables inesperadas, como el viento, el ruido o el rayo. Incluso si dios asoma su rostro, bueno, tendría que tomar una decisión rápida entre pasmarme por admirar su belleza celestial o arrodillarme por iluminar súbitamente mi mundo, y ninguna de las dos, si has entendido la metáfora del funambulista amateur, es recomendable mientras estás caminando en esas condiciones.

Recibí muy pronto respuesta de ambos. Me dieron información alentadora: la radiografía no es suficiente para confirmar cualquier cosa. Comparativa de los pixeles, megapixeles y gigapixeles. Necesitamos una mejor resolución y otro tipo de estudios para determinar dónde estás caminando, chavo. Lo del timoma es una pendejada, no puede ser, no así de fácil, primero hazte estos análisis y de ahí caminamos, no corremos, caminamos. Irwin empezó a instruirme sobre cómo hacerme los estudios desde el seguro social y Lucía me dio los pasos sobre cómo recibir un mejor diagnóstico. Fueron semanas de anotar cosas, hacer un checklist y seguir procedimientos. Me dieron una larga lista de posibles significados a la radiografía: nodo de tuberculosis (la tos del corredor estaba alta en las apuestas), gnomo mágico de la tiroides (sé que la tiroides no existe, no me corrijan), movimiento de aorta (eres un hombre muy grande, Agustín. A veces la aorta se mueve y qué te digo), linfoma (todo menos cáncer y pos qué crees). Mientras tanto, yo seguía corriendo como imbécil, aunque tosía y sentía al tumor apretar las cuerdas vocales y cambiarme la voz, y el ratoncito sopesaba cómo iba a ser mi baile con la huesuda, y la dama de vida, porque esa empezó a presentarse nomás escuché nos estábamos alejando de las presencias tumorales.

Lucía me dio un pedazo de información importante para cualquier posible enfermo: si sospechas que tienes alguna enfermedad, primero busca a un médico internista. Prudente, Lucía me dijo que no me daría ningún diagnóstico porque no estaba capacitada para ello (aunque es una chingona y desde el segundo día, ya sospechaba lo que yo tenía, pero no hizo ninguna confirmación por aplicar algo llamado ética). “No lo dejes”, me dijo, y me dio gracia que en eso ella y Pompeyo estuvieran de acuerdo; la búsqueda inicia por el internista, después me dio una lista muy puntual de análisis que debía entregarle a este médico para iniciar el largo camino a la solución. Los internistas son como los mamones de House. Su especialidad es la investigación, entender de qué estás enfermo y eliminar probables diagnósticos. Encontré a un médico internista muy amable y excelente en sus explicaciones y trato en Puebla: Michele Bogetti. Cuando le dije que mi otro doctor sospechaba un timoma, alzó las cejas y preguntó si era oncólogo. Pos no. Ah, pues a ver, saca los estudios. Mencionó lo de la aorta pero también mencionó el linfoma. Al final concluyó que lo mejor sería sacarse una tomografía para confirmar sospechas.

Y en cuanto a enfermedades, se tomó el tiempo para explicarme cómo sanar cada uno de ellos.

Irwin me dijo que no me fuera a poner loco como el de Breaking Bad. Me reí, pero me espanté, pero me reí. Cuando le mencioné las sugerencias de Lucía, me pidió que fuera al DF para explicarme cómo hacer el procedimiento desde el seguro. Me recibió en su casa, me llevó a los hospitales, me explicó cómo hacer las preguntas al personal y a los médicos. Después del susto de Pompeyo y ver cómo nos dejó a Sol y a mí, quise hacer los primeros caminitos yo solo. Hice varios viajes al DF para entender lo que estaba pasando, para desenmarañar y darle nombre a la enfermedad. Para mí la verdad es importante, nombrar las cosas, ponerlas en su lugar y debía entender, aún cuando estaba cagado de miedo, cómo funcionaba esa mancha, cuál era su lugar preciso en el cuerpo y cómo fue depositada ahí, precisamente ahí, en este instante de mi vida (spoiler: jamás hay una respuesta satisfactoria).

Cambio de unidad familiar, comprobantes de domicilio, preguntar amablemente a la burocracia. Irwin me acompañó durante mi primera tomografía, el primer señalamiento de los rayos equis y sonidos espaciales los cuales, si uno cierra los ojos y si se convence lo suficiente, se convierten en un viaje a otro lado, el mundo oscuro, la dimensión paralela y el desfase temporal. Son máquinas formidables y maravillosas. Hablan, instruyen, te guían en la inmovilidad al mundo del cuerpo. Mientras tanto, el linfoma avanzó gustoso durante el transcurso de semanas; mi voz estaba definitivamente quebrada por los nódulos linfáticos (los cuales, en ese entonces, todavía soñaba fueran una ficción) y debía repetirme varias veces cuando a algún pobre desgraciado y a mí nos separaba una ventana de vidrio. Supuse, a los ojos de mis interlocutores, que apostaban sobre la ronquera: cigarrillo, tuberculosis o linfoma. Las apuestas por la vida del güerillo este. Y aún así, sorpresivamente fue la burocracia más amable que he encontrado en mi vida, a pesar de la cantidad de gente y de los procedimientos tan complicados. Comprendí que había dos caras en nuestro servicio de salud y ambos terribles pero también luminosos: la gente hace lo mejor que puede en las condiciones existentes. Una sobrecarga de trabajo perpetua que lucha contra la humanidad y la enfermedad. El drama personal contra el bien mayor y la necesidad de no volverse loco por la cantidad excesiva de trabajo, de enfermedad y de muerte.

Durante esos días, recibí consejos, alimento y cariño de los padres de Irwin. No gastes, me dijo su madre, cuestión de paciencia y confianza. Tuve que respirar profundo y apretar los dientes durante muchos días para no apresurarme y caer en alguna trampa, en la idiotez del desesperado. Los días que viajaba al DF para hacerme algún estudio o presentarme al consultorio, usualmente Irwin iba conmigo y me explicaba qué hacer, a dónde ir y cómo manejar alguna situación. Lucía revisaba mis exámenes por internet y daba indicios de lo que debía hacer después; algunos debía hacerlos por fuera, pero entre mis dos médicos de confianza, mis queridos, le dieron sentido a la información para que yo pudiera entender la verdad no sólo como un espectador, pero como un sujeto activo.

Entonces tuve que detenerme un momento, tuve que respirar y musitar el agradecimiento, el más sincero: tenía estas relaciones gracias a que en algún momento de mi vida fui generoso; si estaba luchando y superando el miedo, la inseguridad y la angustia, fue porque amé la vida y a mis compañeros, la inexorabilidad del encuentro y un poquito de destino (me gusta creer), y ahora deseaban darme algo a cambio. Todavía no comprendo qué les di en aquel entonces y creo que ellos no comprenderán todo lo que me están dando ahora. La verdad, más allá del cáncer, no sólo estaba confrontando a la muerte pero también el resultado de mis decisiones, una vida en desarrollo que estaba mirándose cara a cara con su resolución, su finalidad, y así comprendí, todavía sigo pensando en ello, que hacer-lo-mejor-posible no se trata del día de hoy, del presente (ni te fijes, ¿ves? el presente se ha ido), pero es todo lo que ya diste en su determinado momento y quizás, no lo sabes, tampoco sirve de nada calcularlo, todo lo que darás en un futuro.

Pronto, y ya platicaré de ello en otra ocasión, descubriría la verdad y habría de aceptarla: sí, soy un tumor con patas, tengo linfoma de Hodgkin. Descubrir la verdad apenas es el inicio. Viene un insoportable saiyajinazgo de verse a uno mismo como el guerrero del universo número 7. Hagan todos una genkidama conmigo (pero sin exagerar, por favor, esto es pasajero). Quisiera salir de esta bronca pero sin exceso de miel o las rebabas de nihilismo. Mire el letrero antes de entrar: creemos que el cinismo ya pasó de moda (no podría garantizarlo). Sin embargo, al menos puedo agradecer sin vergüenza alguna: admito que gracias a mis amigos, a que alguna vez fui un buen muchacho a los ojos de ellos, estoy luchando por ganarme la segunda mitad de mi vida. Ojalá sea digno de todos los sacrificios que ellos hicieron por verme a los ojos.