Mateo bajó la mirada al dispositivo —el teléfono, como estaba tentado a llamarlo, aunque era más que eso— entre sus manos. Se encendió como le habían prometido. Después puso el chip bajo su lengua. Lo asimiló de inmediato. Sintió un breve picor y después nada, como si nunca lo hubiera puesto. La pantalla blanca mostró un logotipo sobrio, el cual se desplegó en un triángulo de bordes rojos, como si fuera la imagen de un caleidoscopio. El chip bajo su lengua, igual que una tira de papel o un delgado dulce de menta, se tornó en la llave que abrió la caverna para descubrir el botín de los ladrones.

Nico le palmeó la espalda. Mateo miró en su rostro, ese rostro andrógino y por ratos, fascinante; una sonrisa idiota, cómplice. Esa sonrisa le desesperaba pero abandonó la discusión antes de iniciarla. El misterio entre sus manos era más grande.

—Dale un nombre. Así te responderá y darás permiso al sistema de iniciar —dijo Nico.

—Casiopea.

—Que dulce… como la tortuga.

—¿Qué tortuga? Es la mujer que condenó a Andrómeda.

Nico rió con dulzura. Mateo no sabía a dónde dirigir su atención: si a la pantalla o a la risa de Nico.

—Me da risa porque no me insultaste, Matt.

—No me digas así.

Nico rió de nuevo.

—Perdona… dile su nombre. El mío se llama Fatuo, como el fuego de los bosques.

Mateo se puso en el oído el dispositivo. Susurró el nombre: Casiopea. Lo separó rápidamente para ver lo que pasaba; el logotipo se fundió en la oscuridad para presentar un conjunto de datos, imágenes, opciones a seguir. Cuando se lo mandaron por correo (primero a él, y después a Nico), investigó en la red y por ello supo dos cosas: las especificaciones técnicas del dispositivo eran de alto rendimiento y que solo serviría en este lugar por el tiempo que decidiera estar en él.

—Vamos a la fiesta. Los guardias dijeron que debíamos caminar un poco más.

—Tengo hambre. No he comido por venir aquí.

Caminaron en silencio por el empedrado. Atardecía. A su lado, cedros italianos y arbustos comunes, bien cortados y de un verde sano, se sostenían elegantes. Mateo pensó que en este lugar no faltaba el dinero, no faltaba el agua, presumía su abundancia. Sospechó que el juego eran ellos: los tontos que llegaban. Quizás debía regresar y olvidar el misterio. La mansión estaba a unos trescientos metros. El jardín era bastante amplio; daba la ilusión de que se trataba de un bosque, un mar vegetal interminable.

Casiopea le serviría para guiarse en la fiesta gracias a sus sensores y su GPS. A Mateo le divertía la idea de ayudarse con la tecnología. Según el mapa, la fiesta ocurría en una mansión que consistía de numerosas habitaciones temáticas y si ello no bastaba, por la demanda de los años, la misma estructura creció en el subsuelo. Como si fuera una pequeña ciudad. Además de la sospecha, la extensión le intimidaba, ¿pero qué tanto podía haber? No podía ser infinito. De todos modos, Mateo no se consideraba un animal social, cada paso estaba seguro de que todavía podía retirarse pero… también sentía la necesidad de verlo, necesitaba saber. Se preguntaba, por ejemplo: ¿Quién le había mandado el aparato? ¿Era verdad que en la fiesta había un lugar para todos?

Casiopea se iluminó.

En la pantalla aparecieron los datos completos de Nico, su fotografía y algunos datos personales. Casiopea preguntó si deseaba seguir a Nico porque registraba una proximidad y una amistad con esa persona. A Nico le apareció la misma pantalla pero con los datos de Mateo. Ambos se sonrieron y asintieron a sus respectivos teléfonos, esos asistentes personales que fungían como espíritus guías en la aventura que estaba por iniciar. Pero que Casiopea supiera de su amistad y su proximidad a Nico le inquietaba. Quiso ser prudente, entregarse a una sana cobardía y pedirle a Nico que regresaran porque un lugar así no podía ser tan bueno, tan ideal, cuando pasó la chica en bicicleta, entre ellos, como una flecha que divide la manzana sobre la cabeza de un niño.

Una chica de pantalones bombachos y playera negra volteó a mirarlos como quien mira un accidente salvado. Perdón, alcanzó a gritar con la voz de los ángeles y Casiopea se iluminó con un nuevo pedazo de información:

“He notado que te gusta Dalila, puedo ofrecerte unos datos acerca de ella: ¿deseas seguirla?”.

Antes que Mateo pudiera responder, habían llegado a la entrada de la mansión de piedra blanca. Se alzaba imponente, como un gigante arrodillado preparándose para correr, sus cientos de ventanas iluminadas como ojos sagaces, inescapables. Hombres y mujeres, de todas las edades y variadas vestimentas, convivían afuera, los vasos en sus manos, los cigarrillos encendidos, las pláticas y las risas que los ataban.

Nico saltó de emoción y, antes de que se lo tragara la entrada, le dedicó un último vistazo a Mateo. Nico exhibía una sonrisa salvaje como pocas veces le había visto. Alzó la mano en un gesto de aventura y luego se perdió en la multitud. Mateo tenía la esperanza de que Casiopea lo guiara a Nico, buscar a Dalila o comer algo. Su estómago gruñó otra vez.

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