primero: tu padre no fue por cigarrillos pero nunca estuvo presente. Imaginas que alguna vez estuvo ahí, que ofreció una o dos opiniones jóvenes y apasionadas sobre tu crianza, pero después nadie lo volvió a ver. De vez en cuando piensas en él, tratas de construirlo como un hombre propio, alguien que ha vivido como tú una serie de tragedias y pequeñas felicidades, esas que te mantienen vivo. Buscas puntos en común para perdonarlo, no, eso es demasiado, pero para creer que su humanidad comparte un mundo con la tuya. No rendirse para un hombre, en este mundo avejentado por sus reglas y sus expresiones, significa superar la sombra del padre incluso si la misma estuvo ausente. Vencer su oscuridad, encontrar un camino propio, ganarse el nombre a costa de la vida adelantada de un hombre con un rostro muy parecido al tuyo.

segundo: el problema de las cogidas furtivas, puede ser en lugares públicos o prohibidos, es el abandono de los fragmentos esenciales de uno mismo: la moral, las ideas, las emociones. Cuando entregas el cuerpo en un acto poco planeado, hay pocas defensas psíquicas y tu Kalimán interior deja que todo entre, no sólo las enfermedades de transmisión sexual, o gérmenes, o bacterias; pero también el aura multicolor de la pareja en turno (o esa sombra de una ocasión). Más tarde, quizás pasen años, te acordarás de aquel encuentro en la oficina, o en los bosques dónde iban en bicicleta, o en la oscuridad de los cines entre semana y a medio día donde algunos empleados, pobres, estarán cruzando los dedos para no tener que limpiar fluidos de indeterminada naturaleza. Coger así es igual que coger en sueños: la rutina se vuelve insuficiente gracias al capricho inconsciente. En momentos indeterminados suspenderás la vida para olvidar que fuiste un animal y tratarás de asirte a la normalidad.

tercero: cuentas las canas de tu perro, acaricias el lomo de tu gato viejo; algunos abuelos no te permiten pensar en la muerte: se ríen de ella o la aceptan como un chascarrillo cada vez más frecuente, y después de la rutina, del practicado recordatorio sobre los dioses del tiempo, puedes abrazarlos y tratarás de convencerlos que ese humo está lejano. Pero los animales, qué van a entender los animales. El veterinario te explica las edades de tu mascota, saca un libro de enfermedades y diagramas para explicarte sus vértebras y la degeneración de sus músculos, y por qué sus ojos y sus narices se hacen arena de reloj. Escuchas el nombre de los achaques que se avecinan, tu compañero también los escucha pero el muy imbécil pide otro premio, ladra musical y feliz, como si todavía fuera un cachorro. Acaricias sus orejas, le ofreces un ratón de tela para que juegue y lo persiga cuando despierte de su eterno viaje onírico. Se miran a los ojos, sus ojos grandes y brillantes, y él se sienta a tu lado; tomas la consciencia cruel de que está empezando una larga, larga despedida.

cuarto: piensas en tu serie preferida de televisión, esa de torturas medievales y cogidas bestiales que pronto le bajó su tonito porque algunos quejosos, parte de esta gran familia llamada humanidad, levantaron la voz: “qué onda con su apología a la violación, a las brujas satánicas que tienen hijos sombra, a los reyes de hielo que matan dragones y los zombifican crueldad animal por dios”. La serie está a punto de comenzar su prometido descenso al panteón de los finales. ¿A dónde van las series cuando las supera uno? ¿Tomarás consciencia de que empezaste a verla hace ocho o nueve años, y que en esos siete años pagaste un auto, tuviste una enfermedad culera, expulsaste a uno o dos hijos de tu vientre, enterraste a un perro? ¿Contarás cuánto tiempo cabeza has invertido a pensar en el destino de los chamaquillos lobo? ¿Serán esos personajes tan entrañables y tangibles como aquellos que leíste en alguna novela? ¿Te contestarás con sus voces cuando tengas algún dilema, un caudal de preguntas salvajes que necesiten una respuesta diferente a tus obsesiones comunes y propias? ¿Te divertiste?

quinto: una historia para terminar todas las historias. Abandonar el mundo es aceptar que no podrás tenerlo todo. Los lectores hambrientos aceptan que su biblioteca tendrá algunos o cientos de libros sin lectura. Los sibaritas mastican que jamás podrán explorar todos los sabores posibles porque faltan ingredientes o su paladar no puede entenderlos todos. Los músicos conceden que hay notas imposibles para sus dedos, para sus manos, y el único modo de interpretar alguna pieza es acompañado por otras manos y otros ojos. Los perversos encuentran límites en sus placeres, sus cuerpos. Aceptarse incompleto, y desdichado por lo mismo, es la única y verdadera posibilidad de encontrar algo parecido a la felicidad.

Publicado originalmente en LJA.