Una de las imágenes que gusta mucho del imaginario sobre el escritor es la del fracaso. Un hombre (dudo que una mujer; el cliché, en este caso, suele tener huevos [nótese, por favor, la ironía de apreciar el fracaso como una virtud macha]) de lentes gruesos, medio calvo, adusto y golpeado por la vida aporrea un teclado. Nos alejamos de él, vemos su escritorio: cenicero lleno y whisky a medias. Kleenex de lágrimas y masturbación, cuadernos a medias de notas y notas, revistas pornográficas y latas de victoria vacías.
Él ha fracasado otra vez.
No sabemos exactamente por qué, tampoco sabemos exactamente contra quién pelea; quizás lo destruyó el mercado, su falta de constancia, los vicios, el amor, el lenguaje, la noche de mirar las ventanas de sus vecinas, las redes sociales, la mesa de los cuates o la novela de su imaginación excedía su capacidad para resolver las ambiciones. Un hombre menor a Onetti se proyecta en Onetti, pero lo intenta, vaya que lo intenta y algunos puede que disfruten esa imagen mientras que otros resoplan y quieren decirle algo, mandarle una nota anónima de buenas intenciones: “mejor déjalo, mejor abandona la escritura, mejor primero hazte una carrera de memes o frases inspiracionales, mejor busca la escritura en otra parte”.
Es muy aburrido mi escritor fracasado interior. No muchas veces le hago caso porque es un tipo ordinario, cualquiera puede imaginarlo y apiadarse de él. Pero hoy se dio una vuelta porque las circunstancias me obligaron a cederle dos que tres palabras. No como se esperaría de acuerdo al carácter del tipo que he descrito pero por otra cosa: comencé escribiendo un par de reseñas para colocar en algún lugar, prometí que serían breves y sin mucho rollo, pero las dejé crecer, y tremendos chorazos que estaba armando, y sentía, mientras las agrandaba más, el fastidio de tener qué recortar después cuando un gran anuncio de actualización salió en la pantalla, y me dije: “bueno, al fin que tengo una copia local de las 1000 y tantas palabras que ya escribí”, y lo dejé suceder. Copia local mi culo. Las reseñas fueron a chingar a su madre pero no siento dolor por esas pérdidas, tampoco lamento todas las columnas que acabaron en el limbo por moverle a mi iCloud. Por algún motivo, me siento tan descansado que pienso: “está bien, mañana puedo escribir lo mismo. Otra vez escribir lo mismo”.
Mañana puedo escribir lo mismo. Él ha fracasado. Otra vez.
La escritura nunca es fracaso (no el hecho de la escritura en sí, probablemente el fracaso es la humanidad. Toda, todita la humanidad, con sus modos y sus trampas fáciles). Pero es parte de la ficción: nos gusta imaginar que sí, nos gusta imaginar los grandes fracasos literarios o el literato fracasado para navegar en ese barco, en la aventura triste, la lucha de David y Goliath, boxeo de sombras mientras la negrura nos abuchea con cientos de voces. Supongo que el alma debe fijarse ciertos límites. ¿Qué es una escritura fracasada? ¿Cuándo consideraré que lo escrito es estéril, que sobra, que no debió escribirse nunca o que he perdido el tiempo? ¿Cuándo me veré de nuevo contra ese duende?
Ayer, en la tarde, mientras corría, pensé en un cuento de conejitos. ¿Por qué conejos? Supongo es el animal obsesión de la temporada. Quizás fue porque vi unas imágenes de Bugs Bunny recientemente, o porque hace unos días vi a una tortuga ganarle la carrera a una liebre, o porque releí algún cuento de Cortázar donde su narrador escribe cartas obsesivas de cómo se vomita un conejo, o porque todas las mañanas acaricio mi libro de Levrero, o porque vi a una muchacha disfrazada de coneja y otra muchacha, en algún momento de esta vida, me confesó lo libre que se sentiría si pudiera coger con una máscara así y yo torcí la boca, me quedé pasmado, lejos de vivir una curiosa experiencia porque me ganó pensar, odiosamente me ganó pensar, tratando de entender cuándo mi vida se convirtió en un arrabal de confesiones, de conejos que saltan de la cabeza y se pierden en las hierbas altas, de escrituras que no consideran los fracasos pero tampoco los grandes éxitos porque el tiempo es mejor gastado en un cuaderno que eventualmente se mojará, el tiempo se encargará de ello y otra vez. Escribes otra vez. Recomienzas y sigues hasta que algún viejo piadoso y monumental pone una mano sobre la tuya, y hace la amable invitación de abandonarlo.