Hace un par de años, decidí inscribir a mi mac para el beta testing de los nuevos sistemas operativos. No contaba con que Apple es cada vez más agresivos con sus cambios y esta última actualización rompió la aplicación que uso para escribir en pantalla completa. Catalina viene con todo, está quebrando cosas sin miedo. Por lo menos, iA Writer está jodido y no he querido moverle a más. Afortunadamente ya no uso herramientas de desarrollador por qué, probablemente, estaría llorando en algún rincón. Y mis textos de los últimos dos años están en el limbo de un iCloud que todavía persiste en el pasado, pero todo, casi todo, creo, debe estar respaldado en algún lugar. En este blog, por ejemplo (cruzo los dedos). No sé exactamente quién tiene la culpa. Diría, en primera instancia, que la tengo yo por arriesgado y por aventurero.

Siempre tengo respaldos pero me da pereza organizarlos, encontrarlos, saberlos ahí.

Mi tarjeta capturadora también está coja (elgato era bendito, era bueno), cuando quiero hacer streaming de videojuegos y saludar a mis muchachos de Terraria (de los quienes, quizás, de los 100 despistados que había logrado jalar a mi canal, solamente me recordarán dos o tres de ellos), me topo con varias paredes que me da pereza derribar: el micrófono no funciona, no captura correctamente el audio de los juegos, está generando demasiados archivos, el overlay está muerto. Sólo se me ocurre pensar, como anarquista conservador (jaja), que “ellos”, los enemigos invisibles, tienen cada vez más el control sobre mis pasatiempos, la comodidad de los mismo, y me gana el hastío, cedo a la obsolescencia programada, el sistema me ha doblegado y por qué ocupar mi tiempo de ocio para arreglar cositas, dejarlas funcionales, reinventar o recuperar mi espacio. ¿Qué soy, pues? ¿Señora blanca de YouTube? ¿Muchacho que prepara tutoriales de cómo emular el pokémon en Android? ¿Un ingenierio bienintencionado explicando cómo se configura un router? Mejor compro reguetón a quince varos la rola y así hago la revolución.

Empezaba a sentir una curiosa insatisfacción por vivir los días. No me decidía entre alguna nueva etapa de una larga depresión o alguna otra enfermedad misteriosa; anemia, por ejemplo, por haberme convertido en un vampiro vegetariano. Me costaba trabajo mantenerme despierto y concentrado para contar los números del trabajo. Entonces se me ocurrió subirle dos rayitas a la hidratación porque, como alguna vez le dije a mi amigo durante los días de quimioterapia, “qué diferencia hace tomar suficiente agua”. Quizás, cómo saberlo, esa es la única solución a un puñado de dilemas biológicos. El cuerpo, el espíritu, prueba y error, mídele al sodio, al h2o, al tang. Compra tu botella de miniso y no tengas miedo, hermano, dos o tres microplásticos no hacen nada. De los 2 litros que tomaba regularmente, decidí subirle a 3, casi 4, y resulta que he desplazado un nihilismo biológico por un entusiasmo más común, más ordinario. Aunque tengo un desprecio adulto y rutinario por las cosas, tengo energía para confrontarlas a saltitos. Corro mis cuatro kilómetros diarios con ligeras quejas de los pulmones y del pecho, puedo prescindir de la siesta y soporto los calores cada vez más frecuentes, más agresivos, de nuestro planeta castigado. Mi Cholulita, la tímida, la árida, y sus soles engañosos y bastardos.

¿Debería preocuparme que la vida es un balance de salud? ¿Debo admitir que mi vida se convirtió en ésta perpetua medición de líquidos, verduras, kilómetros y horas de sol? ¿Se fijaron que acentué el demostrativo porque estoy aburrido y me dio pereza ser el rebelde que algunas veces sí le hace caso a la RAE?

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Leo el libro de mi amiga (qué digo mi amiga, mi hermana) traductora, Ariadna Molinari: “Disidentes de género: la nueva generación” (Texere Editores, 2019) y por ahí de la página 200, cerré un momento el libro y me sentí orgulloso de su trabajo. Es un hermoso documento y es un reto para cualquier traductor; no sólo pone el dedo sobre un tema que todavía es peliagudo en nuestra gloriosa nación, sino que atraviesa y lucha contra otras barreras de lenguaje que ni siquiera estaban contempladas en los textos originales. El traductor no es traidor, no en este caso, pero también es un disidente y doblemente guerrero. Es un libro principalmente de crónicas, ensayos, artículos sobre transexuales, transgender, genderfluid, queer, drags y otras etiquetas que seguramente me falta nombrar porque yo soy mayormente un hombre blanco e insípido quien, como anarquista conservador (jaja), prefiere no ponerse etiqueta alguna (que la sociedad decida, total).

Pero, gracias a la honestidad de sus autores, su búsqueda personalísima por hacerse un espacio en el mundo a través de la sexualidad, el género, o a veces ambas, es un libro que coloca, confronta y analiza las etiquetas, las vapulea y las manosea; algunos autores no sólo examinan la disidencia por rechazar los supuestos roles naturales que el mundo les exige por defecto, pero también critican los espacios que ellos mismos han construido y hacen la pregunta constante sobre cómo pueden mejorarlo para la comunidad presente, la comunidad futura. Disidentes de género sensibiliza sobre estos problemas y aún si el lector cree que no debería interesarse por ellos, la lectura de esta antología como una aproximación inicial a estos temas no hace nada mal para desarrollar un poco de empatía sobre relaciones no convencionales, discusiones que muchas veces pasamos de largo porque son tratadas por gente con poca sensibilidad o entendimiento de esta variedad. Aún somos muy ignorantes.

El lector, animal bendito, siempre puede aprender y asumir nuevos géneros en la lectura, una lectura silenciosa e íntima. Sí, apenas basta, pero la simulación no sólo es engaño, es también el inicio de una realidad. Todos hemos sido, gracias a una novela, Madame Bovary (ejemplo burdo, pero básico). Me he cuestionado constantemente, gracias a mi lectura, si estoy del todo satisfecho con mi vida, con mi género, con mi sexualidad, con mis ojos o el tamaño de mis tacones. Me estoy cuestionando si debería, por fin, conseguirme algún departamento en un baldío cholulteca y preparar un calabozo sexual para vivir esa vida de desenfreno y libertinaje con la que me gusta soñar de vez en cuando. El toro por los cuernos, muchachito, porque el deseo también es ruptura y compromiso. Ay, ay, ay. No todos la tenemos tan fácil, no todos la tenemos tan difícil. Entender al otro es el inicio no sólo de la sanación propia, pero quizás de la sanación humana, sanación colectiva.

A veces me gusta pensar cosas lindas.

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Aunque este año, y el año pasado, mi escritor interior apenas sobrevivió a un cuerpo atrofiado y a un cerebro medio descompuesto (o una combinación de ambas, aunque logré dos o tres momentos orgullosos que todavía están marinándose en el cajón), tuve la fortuna de que me invitaran a participar en un proyecto muy interesante. A Larger Reality, una antología bilingüe de ciencia ficción breve, mínima, chiquilla. Participo junto con una buena cantidad de autores talentosos cuyos nombres se han oído por ahí y por allá si es que han prestado atención a algunos momentos brillantes y curiosos de la literatura mexicana, sobre todo la literatura mexicana especulativa (o lo que algunos llaman: “literatura de la imaginación”).

Leí, en su momento, al menos la mitad de ésta segunda antología y leeré la siguiente mitad tan pronto termine mi lectura de Disidentes. Tengo tantos pendientes en mis lecturas que ya no siento vergüenza, sino simple desenfado.

El fin de semana pasado probé la aventura textual que programaron para la lectura de los cuentos. Es una especie de protojuego, donde asumes el papel de un explorador que navega sobre ciertos mundos, recoge algunos virus y registra coordenadas; al hacer estas cosas, descubre objetos en su mochila que después puede usar para, por ejemplo, leer alguna de las microficciones incluidas en el libro digital. Es un poco trabajoso, pero lindo y de buenas intenciones, y trae a la memoria las horas de infancia que pasé tratando de traducirme Zork porque me parecía increíble que pudiera jugarse con la lectura, y las pantallas, y los teclados, y uno pudiese escribir a dónde ir o qué tomar porque ese mundo contenido parecía más real que cualquier fantasía de mundo abierto de 4k de días presentes.

Si encuentran mi texto en uno de los muchos mundos de A Larger Reality, me gustaría que me saluden, lancen esa botella al mar. Me hace feliz, me hace sentirme una reliquia en un mundo binario, uno de los cubos que Nico Robin está traduciendo para el mundo de One Piece o uno de los diarios ocultos de Albertine. Mi cuento es un objeto en un mundo de juego y ahora no sólo tengo la esperanza de que alguna vez me lean, pero también de que me utilicen (!). Ya, en serio, de las cosas más raras en las que me he convertido en esta vida, puedo decir que mi nombre está en un objeto irreal, en una fábrica virtual y binaria, quizás guardado en el inventario de un explorador espacial. O tal vez ese objeto tiene la esperanza de existir en la siguiente tirada, la siguiente generación.