Teoyaomiqui es un dios paciente. Tiene que serlo, pues él era uno de los pilares que podían recibirte en el inframundo. Al morir, después de que tu espíritu vagara en el puente de flores, podías encontrarlo al cruzar al otro lado. Entonces él corría a recibirte, sus manos gentiles tocaban las tuyas, acariciaban tu frente o sus yemas jugaban con los bordes de tus labios; finalmente sus hábiles dedos se enterraban en los restos de tu carne y te desollaban para descubrir tu espíritu original, y con una voz dulce era capaz de recitarte el pasado y el presente, además de pronosticar con una exactitud escalofriante el futuro. Teoyaomiqui podía revelarte cómo afectaste a los demás con tus acciones en vida, cuántas otras personas tocaste y cuánta gente de verdad te quiso. Revelaba el nombre de tus asesinos, incluso los íntimos, los inesperados, los microbios del cuerpo, las células malsanas. También podía enlistar el nombre de los dioses caóticos que jugaron contigo y te hicieron más difícil la vida, después, porque Teoyaomiqui es bromista, te sugería que los buscaras en el otro lado e intentaras perdonarlos, o les invitaras a tomarte un mezcal con ellos, o te perdieras en el Vacío tratando de vengarte de un dios todopoderoso, como Cristo o Buda.

Sus dientes blanquísimos contrastan con su piel morena, sus ojos almendrados y borrachos no conocen bien el rencor, pero sí reconocen la alegría y la furia. Hace tiempo, los humanos de su siglo, dejaron de creer en él. Quizás fue el primer dios que abandonaron en la primera gran destrucción del mundo. Lo olvidaron, nadie regresó a matarlo, nadie fue piadoso con él, nadie pensaba en el dios que esperaba al final del puente.

Desgraciado, se tiró al suelo, extendió los mil brazos y las cuatro piernas, y esperó aburrido, insoportablemente aburrido, el juicio de la gente sin imaginación, sin sueños. Uno sólo bastaría para sanarlo, pero nadie vino por él, nadie quiso llevárselo. La piedad sobrenatural que él había tenido con las almas le fue negada. Tirado, giró su cuerpo para recorrer mil veces el mundo y se lamentaba, se lamentaba, se lamentaba, pero sólo unos pocos locos y los niños podían escucharlos. Ah, y los perros, y los gatos. Entonces Teoyaomiqui tardó milenios en limpiarse la tierra del mundo y levantarse. Ya había sufrido demasiado. Tenía que buscarse su propio fin, o su propósito.

Teoyaomiqui vaga transparente en la tierra; se alimenta de frutos podridos y gusanos, de larvas de mosca y de lombrices, de la mierda expulsada por los animales errantes y los hombres avergonzados. Fragmentos de todo cuelgan de su boca negra y su barbilla. Tanto tiempo se ha alimentado de los muertos que ha recuperado un poco de su fuerza. La gente ha comenzado a verlo, ha visto su sombra colosal y translucida atravesar sus pueblos. Infecta sus aguas y sus ratas. A veces los enferma: dengue, gripa o la plaga. Teoyaomiqui está reconociendo la fuerza del rencor y del odio.

No huele a nada, no huele podredumbre o cempasúchil. “¿Recuerdas, hermana Coyolxauhqui, a la gente que construía los puentes para nuestros muertos?”. Nadie responde, se juega loco porque eso le da una mera ilusión de felicidad, pero está más cuerdo e infeliz que nunca. Su tristeza abarca los cielos y las flores más radiantes. Sus ojos blancos miran la noche. Una luna sin espíritus se alza brillante en el cielo. Mira el brillo de 108 constelaciones en la galaxia. El cosmos todavía tiene esperanzas. Pero él no ayudará, no tiene por qué hacerlo. Preferiría hacer otra cosa, preferiría hacerse grande, colosal, pantagruélico, para comerse al universo. Empezó con las larvas y los muertos, con la mierda y el polvo. Puede seguir tragando inmundicia hasta cumplir su sueño.

Fue olvidado y abandonado, él y sus dientes blancos y sus gentiles manos. Admira las dos lunas conquistadas por los hombres, cada una exhibe la bandera de alguna nación cuyo nombre, igual que sus hermanos, ya fue borrado por los olvidos. Alguna vez, en esta tierra, existieron las diosas lunares. Dolmení y Finerá fueron eliminadas en la tercera destrucción del mundo, cuando los hombres, en una apuesta divina, rompieron el orden natural de las cosas y perdieron la capacidad de soñar. Pero ningún dios morirá en el mundo de Teoyaomiqui, él resucitará a todos los ángeles y demonios, a los espíritus de canciones hermosas, a los ladrones y tramposos que alguna vez quisieron a los hombres; y la familia de Teoyaomiqui, sus hijos y sus abuelos, sus hermanas y sus esposas, tendrán la fuerza de doscientos hombres y la imaginación infinita de las mujeres, y se acabarán las plegarias, los rituales y las velas porque sólo los muertos poblarán la tierra, y juntos cantarán la misma canción, la del pilar negro e infecto que une la tierra con los cielos.

Ha empezado su juego. Después de seis mil años, sus manos ya pueden tocar el cuerpo de los animales. Tararea una canción, sus rimas son las instrucciones para crear sus nuevos monstruos. Reúne a las ratas y las polillas, las encierra en su cuerpo enfermo de tristeza y de melancolía, enfermo de caos. Allá adentro puede hacer lo que quiera con su imaginación, tuvo tiempo de educarla en el olvido, creó un universo íntimo y personal con el que planea cubrir el planeta, la galaxia, el universo. Sin embargo, por lo pronto, limita sus maldades al cuarto negro, el espacio donde guarda su corazón y sólo un héroe moreno, de dientes blancos, podría acaso redimirlo o asesinarlo. Abre la columna de las ratas, estira las alas de las polillas, entrelaza la cabeza de ambas especies y las deja volar: las ratas polilleras. Después creará otros monstruos, bestias mejores, combinará cuerpos, pieles, órganos y extremidades; combinará a los muertos y sus deshechos para crear los ejércitos que lo reconozcan a él como el Creador. Sus ratas polilleras, unas del tamaño de una cucaracha y otras del tamaño de un gato negro, vuelan a todos los pueblitos postapocalípticos, todas las ciudades cínicas y mortales, todos los campamentos donde aguardan órdenes los ejércitos irredentos. Como espías e infiltrados, vigilan a la humanidad, aquellos malditos vástagos de la destrucción, los aniquiladores de la memoria, y juzgan a cada uno de los individuos como si tuvieran la culpa, como si el olvido por la historia y el mito fueran intencionales, una arma para quebrar a Teoyaomiqui. Pues las ratas de Teoyaomiqui deciden cómo infectarlos cual si fueran portavoces de lo divino: si con las palabras o con alguna enfermedad de su propia invención.

Teoyaomiqui era un dios paciente, pero su paciencia ha muerto, se ha podrido como los alimentos que le regresaron la fuerza, una cierta estabilidad para vengarse de los olvidados y los olvidos. Es hora de reclamar su mundo.

Regresa al índice