Los vecinos
Confinado a los 300 metros de mi fraccionamiento, paseamos mi esposa y el perro durante las tardes y las noches. Ida y vuelta, una y otra vez, el eterno retorno. Nico, la basset hound, de milagro parece que no se aburre. Mete el hocico a las enredaderas, a la tierra debajo de ellas y entre las piedras; si ella fuera más necia, podría derribar los muros con sus patas grandes y gruesas, y cumplirme la fantasía de llevarnos a otro lugar, a un reino maravilloso o a los terrenos del diablo, uno de sus amigos íntimos. Tom, el gringo de setenta y tantos años, sale con cubrebocas a caminar igual que nosotros. Hi, Good Afternoon, Buenas Tardes, es lo único que nos decimos. Me siento un poco tímido con él pero es cosa de mis clases de inglesas en la universidad: los viejos que hablan gringo me ponen de nervios. Los muchachos de la quince, muchachos jóvenes y atléticos, bronceados, dejan abierta la puerta de su casa, la diecinueve, para que uno pueda verlos acostados en el piso soportando como pueden el calor y el decreto del quédate en casa. Me pregunto dónde están sus padres, por qué escogieron recluirse como jóvenes ascetas en los baldíos cholultecas. El otro día salieron con equipo de futbol americano a entrenar en el jardín comunitario del fraccionamiento. Recordé tiempos mejores. El vecino de la nueve a menudo tiene visitas, cinco autos. Todos los fines de semana hace pequeñas fiestas, casi que reuniones bohemias como diría algún memo, que cada vez son más escandalosas, más preocupantes y con ello me obligo a examinar mi neurosis educada por los medios, las lecturas, la fatiga informativa del tema de todos los días: quiero decirle que se detenga, pero tampoco lo hago, no tengo muchos deseos. Tanta insistencia significa un agudo temor a la muerte, a la enfermedad, a sacarse una lotería que es preferible no imaginar hasta dónde puede llegar. He concluido que lo mejor es esperar a que el de la nueve enferme y contagie a sus padres, a sus abuelos, a sus amantes. No lo deseo pero tampoco es de utilidad la amenaza o el regaño. No es como que falte información de lo que sucede. La casa veinte habla con sus hijos todas las tardes sobre la tarea, los obliga a memorizarse las respuestas mientras la casa siete, Esmeralda, desinfecta todos los pedidos que han llegado de Wal-Mart y Amazon en el garage de su casa. Una vez, cuando llegamos al final del camino, en el muro blanco que delimita el fraccionamiento con el otro mundo, como a las ocho de la noche, alguien empezó a golpear la pared. Pum, segundos, pum, segundos, pum. Quién toca, preguntó mi esposa, pero nadie respondió. Empecé a tener sueños sobre lo que podría encontrar en el otro lado.
Los muros
Unos albañiles vienen todas las mañanas, puedo verlos al otro lado del muro, y tenemos guerras musicales. Escuchan rock rupestre, cumbias y hip-hop en español mientras se lanzan peladeces al aire (órale-hijo-desu-pinche-maaadre), entonces yo me levanto, me encierro en la oficina para los trabajos del día, abro la ventana y pongo rock mexicano de los noventa, hip-hop del nuevecito (como Travis Scott, Kanye West o Childish Gambino) o a la gringa ojiazul de Taylor Swift. Podemos vernos a través de la ventana y si tuviéramos ganas, y una vara de unos 2 metros, podríamos picarnos los ombligos. O podríamos jugar a los gargajos (variante de corona), como alguna vez leí en alguna tira de Jis y Trino. Los albañiles primero construyeron una barda, ahora trabajan en lo que debe ir adentro. Espero que sea una casa, pero también puede ser un edificio, uno de oficinas o departamentos, aunque puede ser cualquier cosa: también un templo, un castillo, un calabozo de torturas o de sexualidades. Mi peor pesadilla es que sea una torre de 5G.
Las garzas
No han regresado, quizás no vuelvan ya porque ocurrió un día confundieron caminos, o porque súbitamente recordaron que Cholula está de camino a casa y quisieron pasar a visitar, o tal vez sus alas inexplicablemente se sintieron atraídas a nuestro espacio como un misterio biológico que todos los años buscan resolver. Cuando recién me mudé a esta casa cholulteca, ocho años atrás, por la ventana de mi oficina podía ver los amplios y salvajes terrenos del señor Calavera. Contaba sus cerdos y a sus hijas; escuchaba sus delirios de DJ latino, el sonidero del bailongo en el cementerio. Aún no había construido una que otra casa, uno que otro departamento. Tampoco tenía tantos sembradíos para atenderlos. Una parte de sus terrenos es un riachuelo que normalmente está seco y al que odia profundamente, pues constantemente lo quiere cubrir, pero entonces viene alguien de gobierno a multarlo. Se oye la discusión, la vieja cantaleta de que los ríos tienen memoria, de que uno no puede controlarlos así como así. Y parece que señor gobierno de aguas tienen razón, porque cómo se llena cuando llueve, es la venganza de la naturaleza, el dios de los socavones en las calles adoquinadas y aledañas. Después de las tormentas, los sembradíos transmutan en ciénagas, puedes escuchar algunos sapos, miras a los pájaros sostenerse orgullosos en las ramitas. Te preguntas si vives en un pantano y no lo sabías, la civilización es una ilusión que se diluye con cada día que pasa y miras por la ventana. Te preguntas, altas probabilidades de que sea una pregunta estúpida pero te la haces de todas maneras, si así se sintió la gente de la ciudad cuando empezaron a ocultar la arquitectura indígena con la colonial (por ejemplo, dicen que en Bershka puedes ver esculpido el día de un calendario extraño y misterioso). Pero una de esas mañanas poblanas, después del granizo y a través de la bruma, a través de la ceniza y del frío, pude ver a una parvada de garzas sobre los charcos. Parecía que se bañaban de espuma y de lodo, a pesar de ser tan blancas. No tenía una buena cámara, tampoco tenía deseos, preferí dejarlo a la memoria y a la imaginación para poder recordarlas como hoy, un misterio blanco con alas para darle un contrapeso a mi memoria poblada de cuervos y de zanates.