Ayer, en la mañana, mientras lavaba los platos tuve un lapsus muy curioso: parecían más grandes y más planos, menos cóncavos, de lo que usualmente son. Mi memoria táctil de la vajilla (porque hasta para eso tenemos memoria) estaba muy confundida pero no juzgué conveniente detenerme porque si algo me han enseñado los poetas ingleses (de esos que leo cuando estoy muy aburrido, pero siempre son los mismos porque son señores y yo cada vez me siento más señor) es a fingir una absoluta normalidad y caballerosidad en todo momento, especialmente cuando crees que algo está por romperse. Pronto empecé a dudar de mí, de todo mi pasado reciente porque me dio pereza ir más atrás, como una o dos décadas atrás: ¿acaso siempre habíamos tenido estos platos, así de grandes y así de planos? Supuse que atravesaba un umbral, uno más, me estaba asomando a un nuevo espacio de incertidumbre, de conspiraciones metafísicas y de locura porque, de un momento a otro, alguien decidió que ni el encierro ni el cáncer habían sido suficientes, pero ahora tenía que fingirme loco, enfrentarme a un cerebro que distorsionaba las cosas para divertirse a costa de la parsimonía habitual, de los días suaves y sin estragos.
Empecé a dudar de todo. Imaginé que a partir de ese momento (seguía enjabonando y enjuagando), cada día, descubriría que alguna cosa no era lo que siempre creí que era: el teclado de la computadora, el celular en mi bolsillo, los pantalones más viejos, las playeras nerdas que tengo. Eventualmente, quizás, mi esposa no sería mi esposa, pero un espejismo y mi perra, Nico, no sería mi perra, Nico, pero se convertiría súbitamente en la sombra del cachorro que me acompañaba, no solamente hundida en las arrugas de la vejez y del amor, pero en un cúmulo de pequeñas variantes, detalles que harían crispar mis manos y mi vista dudaría de los rasgos bufones y amables de su guau, guau, guau.
Cuando acabé de lavar los platos, me subí a trabajar con dos sentimientos: emoción y angustia, emoción porque cosas estaban cambiando durante el encierro, porque posiblemente había una historia que se ocultaba entre los silencios, las rutinas, las caminatas de mediodía y angustia porque estaba enloqueciendo y no podía decir con certeza cuánto tiempo había dejado que esto ocurriera. Siempre me prometí que si iba a enloquecer, quería estar totalmente lúcido para navegarlo y disfrutarlo. Qué tal si tenía años descartando los cambios porque me excusaba por ser un distraído, soy mi propio padre condescendiente, o porque mi cabeza había quedado permanentemente dañada por los químicos, el estrés post traumático de los enfermos o los humores idiotas por mirar de corridito alguna serie de televisión. Hice mis tareas automáticamente mientras anoté un inventario mental de objetos cotidianos para palparlos con las manos: mi cepillo de dientes, papel de baño, tazas para el café, tenis y chanclas, juguetes, vasos de litro, libros, cuadernos, botellas de whisky, controles remotos, gamepads para jugar el vicio. Qué tal si una o todas esas cosas habían transmutado durante algún momento de clásico encierro, de hartazgo por mirar el cielo, de tedio por mirar las mismas grietas, una y otra, y otra, y otra vez. Esa pared perpetua que jamás acaba porque siempre estamos girando para dar la vuelta y comenzar otra vez. Qué tal si había diablos, duendes y chaneques cambiando las cosas, transportándolas a universos similares para angustiar a un papanatas con una cara muy similar a la mía y ellos así sobrellevaban la propia perpetuidad del tiempo, una que debía ser eterna, el cúmulo de los siglos multiplicados por designios ancestrales y crueles.
No había querido decirlo, pero di un sorbo a mi taza de café y se me ocurrió que me habían cambiado los labios, la lengua, las uñas. Frankenstein cuántico, los espíritus retiraban partes de mi cuerpo durante las noches y se las llevaban a otro Agustín, en otro lado. Es casi lo mismo, pero no lo es. El experimento: tal vez el cuerpo es algo trivial, tal vez cambiar la mente de un lugar a otro no es tan traumático como nos quieren decir en alguna serie novata de ciencia ficción. Por otro lado, eso explicaría las pecas nuevas, los lunares desaparecidos, el repentino movimiento de las cicatrices que quedaron… y así seguí trabajando, así comí y dormí la siesta (la cama, las sábanas, la almohada), así jugué Overwatch en la noche con los compadres mientras me preguntaba si la coordinación de los dedos era la misma, o si simplemente había degenerado con la edad, con el cansancio, si la memoria era traición.
Al día siguiente, cuando bajé a lavar los platos, había en los platos sucios dos muy similares a los dos que lavé la mañana anterior. Pero no eran los mismos, sino que eran los habituales, es decir: mi memoria táctil se compuso porque inmediatamente, al enjabonar los platos, mis manos los calificaron de correctos. Al terminar de lavarlos, los acomodé junto con los otros y la diferencia era evidente, tantito en la forma y el tamaño, pero era evidente. No se necesitaba a ningún experto. Solo Kalimán se hubiera confundido para encontrar el inicio de una historia con tintes de maldad demoniaca. Respiré medio aburrido, pero también aliviado, cuando descubrí que eran dos pares y también formaban parte de la misma vajilla. Los platos, con sus diferencias, componían un todo. La explicación más sencilla suele ser la verdadera, según Sherlock: ayer, para comer, mi esposa sacó la vajilla que nunca usamos para cambiar una cosita, mejorar la presentación, hacerla más cómoda. Así de fácil. Se murieron los tlacuaches y los espíritus se fueron a otra casa, riéndose por lo bajito, anotándose una burla más en sus logros del año. Yo lo anoté en el cuaderno desechable de las ocurrencias del encierro: usar la otra mitad de la vajilla, solamente eso se necesita para empujar los mecanismos de la cordura hacia la locura.