No lo tuve qué buscar. Él me encontró.

Rewind.

Estoy en la universidad. Esperaré al menos dos horas antes de mi siguiente clase. Invento maneras para gastar el tiempo. Pretendo leer un libro gordo y pesado en la biblioteca, partículas de polvo caen en las hojas, y eso me da una idea. Si pudiera encerrar a un dios, lo encerraría dentro de las páginas de un libro para hacerlo sufrir una eternidad. Niego. Suspiro. Me levanto. Camino entre facultades: derecho, arquitectura, medicina, filosofía. Silbo. Para capturar a un dios dentro de un libro tendría que encerrarlo junto con su diablo, el reflejo retorcido, y construir un laberinto en el centro. Pero la arquitectura del lugar tendría que engañarlos, hacerles creer que ya viven en los extremos de un mundo extenso, pero en realidad son capas de realidad, de acertijos, de pasillos largos e interminables. Y afuera un guardián implacable hace las rondas para detenerlos, no dejará escapar siquiera sus sombras y sus sonrisas, sus burlas y sus oraciones.

De pronto soy feliz.

Voy a la cafetería universitaria, pido una torta con una milanesa bañada en grasa, en chipotle y en quesillo, y pido un refresco de lata. Tomo asiento en los pasillos y miro a los estudiantes caminar de un lado a otro. Las muchachas de derecho con sus faldas cortas que siempre me abruman porque siempre cedo a la estela de sus muslos. También pienso en el laberinto. Lo recorro mentalmente como si fuera una casa, un parque que visitaba muchas veces cuando fui niño. Y me cuesta trabajo contener la risa porque imagino a un guardia grande y bruto (me acuerdo de ti, Sandra, me acuerdo de ti) que me detiene antes de salir de la estructura de los enigmas y me dice: “Mira cómo pasea el chamaquito con su tortita”.

Entonces veo a la gente, trato de aprenderme sus rostros y de robarme sus historias porque si invento la prisión de un par de dioses impuros, debe haber suficientes cuentos para distraerlos durante una eternidad y ellos deberían tener una biblioteca para que pierdan la necesidad de escapar a esta otra realidad simulada, esta otra realidad de rostros borrosos y ropas descoloridas y voces ininteligibles. Este otro laberinto que ninguno de nosotros será capaz de resolver antes de morir. Todavía falta más de una hora para la siguiente clase.

Fast forward.

Un hombre de cabello castaño claro, casi rapado, se acerca a la banca. Interrumpe la tranquilidad de mis juegos de ficción y me da pena, y tristeza, porque casi nunca me animo a crear ni siquiera como una diversión para los días largos y solitarios. Los interminables días, como diría el guardián de una cárcel imaginada.

No me extraña que nos volvamos a ver.

Me extraña, pues, que ya lo esperaba, como si estuviéramos destinados a la ordinaria coincidencia de nuestro primer encuentro. Contengo una sonrisa mordaz. Comienzo a creer que él también ha soñado conmigo y sabe mi nombre, así como yo también recuerdo el suyo porque así lo soñé: Ayer.

Todavía no lo conozco pero empiezo a despreciarlo.

—Me llamó Ayer, ¿tú cómo te llamas?

—¿No sabes mi nombre? ¿No me reconoces?

—Necesito saber cómo te llamas.

Frunce el ceño extrañado. Noto una pequeña cicatriz en su ceja izquierda. Saco mi cajetilla de cigarros y le ofrezco uno. Él lo niega. Señala su garganta como si su gesto revelara una obviedad mientras yo jalo uno con mis labios, lo enciendo y doy la primera chupada. Es un gesto que me gusta de nosotros, los fumadores experimentados, el performance ridículo de tener el fuego en la boca. Él se sienta junto a mí. Carraspea como para invalidar mis pensamientos. Los dos, como hermanos, tirados en el pasillo de la escuela. Quizás él y yo somos los dioses impuros de mi pequeña historia. Quizás él y yo somos quienes se hacen viejos entre las páginas de un libro cuyas páginas no han visto la luz del sol desde hace mucho tiempo.

—Qué nombre tan extraño tienes —sonrío—. Me llamo Hoy.

—Estoy en esta línea porque esperaba a mi novia —dijo Ayer—. No pensaba que te encontraría tan pronto. Hubiera preferido que nunca nos encontráramos. Ahora todo esto será inevitable…

—¿De plano? —pregunto.

Me gusta pretender que comprendo lo inevitable.

Trato de recordar el sueño pero no puedo.

—Sí. Pero me equivoqué —dijo. Mira de un lado a otro, como si hubiera perdido el hilo y después continúa—: Parece que ella no vendrá el día de hoy, que ella se perdió en otra línea… debo irme. Debo irme. Tengo que encontrarla en otro lugar. Nos veremos pronto, Hoy.

Asiento lentamente. Me burlo de él. Qué magnífico día. Lo miro irse. Se pierde entre el cúmulo de imágenes y las manchas de colores. El tiempo se comporta extraño, como un niño caprichoso, avanza y se detiene, rewind y fast forward, el tiempo no reconoce su lugar. Y aunque no puedo entenderlo y no me siento capaz de desmenuzar el misterio (el sueño, nuestros nombres, nuestros rostros semejantes), me siento en un lugar familiar.

Hay un sabor extraño en mi paladar.

Decido esperar, retraso la búsqueda de teorías y de respuestas. Es lo más interesante que me sucede en mucho tiempo. No quiero arruinarlo con una explicación sencilla. Poco a poco, para mi propio deleite, construyo un nuevo laberinto, un juego infantil y agradable para mi propio ocio.

Sonrío como él antes de que perdiera la cabeza.

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