Tú viniste cuando lavaba los platos. Me asomé por la ventana, vi que las niñas jugaban afuera, en el jardín, a los montoncitos de tierra. A pesar de los vestidos sucios, y del horror de tener qué lavarlos después, pensé que todo marchaba bien con el mundo y sólo necesitaría un poco de paciencia para disfrutar de un día maravilloso. Era viuda pero con el dinero que nos dejó mi padre teníamos más que suficiente.
Pero no podíamos ser completamente felices.
No del todo.
Nuestra maldición, la mía y de mis hijas, es que nuestros ojos no podían acostumbrarse a la realidad. Cuando mi padre se confesó, me di cuenta que siempre lo había sabido, que siempre tuve un sentimiento latente de las desgracias y las felicidades ajenas. Así entendí porque algunas cosas estaban fuera de sí mismas, como un vidrio roto, y siempre parecían a punto de explotar o desaparecer.
Era un oráculo. O un profeta. O una semidiosa.
Y mis hijas tenían la sangre de mi padre, mi sangre y también tu sangre. ¿No son todos ustedes hermanos o primos, y no son ustedes mismos sus padres y sus hijos? Sí, yo era una consecuencia de la inmortalidad de mi padre y eso me convertía en un error, en algo que no debía de existir, en una diminuta mancha sobre la realidad del mundo y mis hijas eran una acumulación de ese error, la mancha que se extiende como un lienzo. Éramos muebles que desafiaban la realidad con su existencia y muebles nada más. Aunque podíamos entender ciertos mecanismos metafísicos nos estaba impedido alterarlos.
Nuestra desgracia estaba en los ojos.
Tú me entendías mejor que a mí misma, pues tú podías hacer que pasaran las cosas, pero nosotras estábamos condenadas a ser los testigos perpetuos de ciertos hilos que hacían marchar los eventos y darles su rumbo absoluto, o definitivo, o único. Tú eras Pérez-Moldován, el más viejo de los dioses de los deseos (¿o serán los dioses que pueden desear?), y tú viniste cuando lavaba los platos. Mis hijas se dieron cuenta porque se levantaron para mirarte: vestías pantalones remendados, una playera de trailero sucia y la sonrisa de un maniático.
No sé por qué tenías una jeringa en tus manos.
—¡Aléjense del drogadicto, Natalia, Estefanía! —así les grité a mis hijas pero ellas no hicieron caso y luego entendí quién eras tú, y que tus drogas no eran resultado de algún químico sino de nuestros ojos malditos.
En cierto modo, me pareció hermoso y sincero que te disfrazaras de un simple pordiosero.
Entonces descubriste el hacha que tenías oculta y partiste en dos los cuellos de mis hijas.