La adivina ciega sonrió al sentir al nuevo cliente, no reconocía los pasos ni el olor y además tenía todos los sonidos de un observador que inseguro, levanta y deja objetos, mueve las cortinas y los ornamentos colgados por error.
—Tome asiento, está usted en su casa —aseguró la tía Yemita, una anciana ciega de pueblo, aspiró profundamente y dejó que la fragancia de su santuario le tranquilizara, le gustaba el incienso, el sutil olor a quemado de la cera.
—Gracias… —tartamudeó el hombre, arrastró la silla y se dejó caer en ella, se acomodó el afro muy propio para el año que era 1981—, …mi nombre es…
—Heriberto Jiménez —completó la anciana.
—¿Cómo supo? —preguntó el hombre angustiado.
—Me dijeron que usted vendría —mintió sonriendo la anciana, sintió que el hombre se relajó en su asiento y asintió—. ¿Cuál es el motivo de su visita Don Heriberto?
—Cómo verá… —empezó Heriberto, metió una mano en su bolsillo donde acarició un carrujo y se dio valor para continuar—. Últimamente he tenido sueños muy extraños, en dónde me veo sentado bajo un árbol marchito, el ambiente es gris y muy deprimente, en cada rama el árbol lleva un cuervo.
—¿Sólo vino a qué le descifrara un sueño? Creo que eso ya lo ha hecho muy bien por usted mismo, más bien lo que desea saber es cuándo y cómo y yo tengo esas respuestas. Me agradará compartir ese carrujo que lleva en su bolsillo, tal vez me ayude a ser más fluida en mi lenguaje.
El hombre a pesar de confundido sacó el carrujo y la tía Yemita lo tomó rápidamente, el hombre sacó un encendedor y le encendió el cigarro.
La vieja aspiró y exhaló tranquila, muy complacida.
—La Muerte planea llevárselo mañana a las once del día, mientras usted duerma sentado en una silla de caoba que está en su estudio, no intente destruir la silla, simplemente aléjese de ella, si logra pasar el día sin sentarse entonces usted sobrevivirá, escúcheme bien, tan pronto se siente el sueño vendrá a usted y será inevitable que duerma para siempre.
El hombre quedó estupefacto por la noticia, se puso de píe haciendo caso de las instrucciones de la vieja, ésta se rió.
—Dije que será mañana a las once del día. Una cosa más, si sobrevive entonces La Muerte no podrá tocarlo hasta que usted cumpla su forma natural de morir. Ningún humano o animal vivo podrá matarle, sus únicos enemigos serán sus propias nalgas y tal vez los cuervos de La Muerte, no podría asegurárselo. Si realmente quiere desafiar al destino métase esto en la cabezota. NO SE SIENTE. El día que usted ponga el trasero en una silla, será el día que muera, eso si, recuerde, eso si… desea no morir.
—¿Pero, pero usted no me miente? ¿Seré inmortal si sobrevivo al día de mañana?
La vieja sonrió.
—La muerte tiene una fecha para llevarse su alma señor Jiménez, y también tiene una forma de llevársela, sólo una. Y la Muerte hace su trabajo a tiempo y lo hace al píe de la letra, yo personalmente le recomiendo que deje todo correr mañana, sería una muerte tranquila. Pero sé que usted es un hombre de aventura señor Jiménez… y no hará caso de mi consejo.
—Usted es buena, realmente buena, no creía lo que decía mi amigo, ¿Lo conoce?, es Domingo García.
La vieja frunció el ceño, había alguien más en la tienda, ignoró la pregunta de Heriberto y alzó la mano haciendo una estela de humo con su carrujo.
—Váyase Heriberto Jiménez, le he dicho lo que quería saber…
—Está bien, está bien… gracias anciana, seguiré tu guía, no tomaré asiento mañana y me aseguraré de que esa silla no sea destruida hasta que las once de la mañana del día siguiente.
La vieja sonrió y guardó silencio. Heriberto por un segundo creyó que la vieja había muerto pero observó como el tiempo tan lento hizo que su mano se levantara para darle una última chupada al carrujo. Heriberto siguió el consejo y se fue.
El cuarto quedó en silencio durante largo rato, un cuervo se posó en una de las ventanas y graznó, burlona la tía Yemita carcajeó.
—Ya puedes salir.
—Lo que has hecho está muy mal —susurró una voz que salió de las sombras, un aire familiar a la anciana cubrió el cuarto, un hombre de chamarra negra y vaqueros deshizo la realidad para verse sentado en la silla.
—Algo que tu puedes deshacer en cualquier momento.
—No me gusta deshacer tus maldades.
La anciana se encogió de hombros.
—Hasta que regresen mis ojos a su lugar, he de dejarte en paz —gruñó la anciana malhumorada, escuchó una risotada del hombre oscuro y se enfureció aún más.
La anciana guardó silencio.
—Tú sola te quitaste los ojos —discutió el hombre de jeans.
—¡Tú eres el culpable de todo! ¡Tú lo eres! ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué sucedió? ¡Concédeme esa respuesta! ¡Dámela una vez por favor! Una promesa… sólo una promesa de tus palabras y será suficiente —rogó la anciana, reviviendo un antiguo recuerdo con sus exclamaciones y sus preguntas.
—No he de responder tus preguntas porque no tengo tu alma en mis manos y por lo que has hecho, jamás la tendré —respondió el hombre oscuro y desapareció.
La vieja chilló como una jovencita.
—No he de sufrir yo sola la frustración de no morir —chilló la vieja— No he de ser yo la única.
Heriberto Jiménez regresó a su casa ansioso, era un hombre soltero que vivía sólo y hacía fiestas de exceso en su casa cada fin de semana, tenía un negocio bien hecho vendiendo drogas y de eso logró hacer un ahorro que invirtió en una pequeña y legítima empresa que ahora le duplicaba cada centavo.
Lo único que Heriberto temía era la muerte y ahora que tenía la oportunidad de vivir para siempre no pensaba desaprovecharla. Después de una buena cena esperó a que diera la medianoche, habló a unos clientes por teléfono y canceló la fiesta programada de ese sábado, dando instrucciones a sus matones de que los que se presentaran fueran enviados a otra casa dónde se hacían fiestas similares.
Finalmente, se metió a su estudio y en un gesto de desafío, tomó un par de cuerdas que amarró a las vigas del techo. Se amarró las muñecas con ayuda de Gerardo, su mejor amigo y guardaespaldas de confianza y al salir éste, Heriberto miró la silla como si mirara a un viejo enemigo a los ojos y al cabo de un par de horas, se quedó dormido.
Y al pasar las veinticuatro horas amarrado el día de su muerte, Heriberto sintió como su alma se quiso salir de su cuerpo en cada momento, sus piernas urgieron de una forma innatural que éste tomara asiento. Sus guardaespaldas que creían en cosas de brujas, le cuidaron fielmente, le alimentaron y a veces le golpearon hasta dejarlo inconsciente, porque su cuerpo como animal se movía con la fiereza con la que su propia alma quería dejarlo.
Al terminar su último día, un cuervo apareció de la nada y Heriberto se dio cuenta que era la muerte vigilándole, los guardaespaldas también lo vieron y supersticiosos cómo eran sintieron un escalofrío en todo su cuerpo. Desataron a Heriberto y dejaron la casa, fue la última vez que estuvieron en ella, la palabra se corrió y el pueblo que odiaba tenérselas que ver con cuervos aparecidos y hombres que no mueren, dejaron de pronunciar el nombre de Heriberto Jiménez.
A Heriberto no le importó mucho quedarse sólo, el cuervo se hizo su mejor compañía, y le costó mucho trabajo evitar el impulso de sentarse, tratar de acostarse sin adoptar la posición de sentado al dormir y despertar; aprendió a caer de la cama para luego arrastrarse, hincarse y finalmente pararse de un salto, así como pegarse a la cama para evitar quedar sentado.
Pasaron diecinueve años desde el día de su inmortalidad, Heriberto abandonó su casa la cual adquirió un aire putrefacto gracias a que La Muerte no obtuvo lo que necesitaba y se hizo blanco de muchas historias populares. Mientras tanto, el hombre que no podía morir se trasladó del norte de Tamaulipas a la ciudad de México, buscándose un lugar donde pudiera pasar desapercibido. Durante su viaje descubrió que efectivamente, ningún humano o animal vivo podía matarle, pero aún podían golpearle o moverle, y además existían otros seres que habían logrado rasgarle la piel o casi obligarlo a sentarse de un golpe, Heriberto se había escapado de esas ocasiones sólo por un pelo, adquirió pericia para reconocer a este tipo de demonios y aprendió a temerles.
Uno que ya había reconocido, era un viejo triste vistiendo una gorra de la marina nacional viajando en un taxi, el viejo nunca se le aproximaba, sólo le miraba de lejos y Heriberto prefería no tener qué vérselas con nadie que no fuera un humano o animal vivo. Y Heriberto vivió esos diecinueve años en la ciudad de México, preocupándose más porque la muerte no le alcanzara que por vivir los años que le estaba robando.
—Ven Gerardo, ven —dijo Heriberto al cuervo, el cuervo obedeció y voló al hombro de Heriberto.
Heriberto se metió al metro San Antonio escondiendo a su cuervo, bajó por las gigantescas escaleras eléctricas y suspiró.
—Hace casi veinte años que nos conocemos tú y yo… ¿Cuántos años llevamos viajando por el metro? Ocho años, si… creo que ya son ocho años.
El cuervo miró a Heriberto por debajo de la chamarra con ojos brillantes y algo confundidos, luego miró hacia otra dirección donde estaba aquél hombre de chamarra negra y jeans, Heriberto también lo vio y se sonrió.
Heriberto siguió caminando, La Muerte caminó a su lado, ambos con paso lento y tranquilo.
—¿Vienes a lo mismo de todos los días? —preguntó La Muerte—. Te gusta venir al metro y quedarte parado durante 6 o 7 horas diarias, viajando de estación a estación, transbordando a todas las líneas existentes, de Puebla a Satélite, de San Antonio a San Antonio Abad… ¿Qué pretendes? ¿Demostrar qué puedes?
—Es sólo un pasatiempo, conozco personas, rostros, la ciudad y sus secretos, enfrento el dolor de todos los días, desarmo a tipos que intentan asaltarme…
—Un día uno de estos tipos ha de empujarte y acabarás sentado, entonces serás mío…
—No lo creo, he aprendido mucho, he podido contra los demonios que has mandado en mi contra.
—No son demonios que yo mando, estos buscan tu alma como yo y créeme que son para cosas peores de lo que yo podría hacerte.
Heriberto continuó caminando, compró un boleto y pasó, espero al monstruo naranja y se subió al llegar éste, la Muerte siguió a Heriberto durante su recorrido y observó con interés como le retaba.
Heriberto puso la mano en un tubo y se mantuvo de píe, desde las tres de la tarde hasta las nueve de la noche, en todas las estaciones que estuvo, después regresó a San Antonio, tomó un pecero y estuvo de píe todo el trayecto a pesar de que el conductor le pidió que se sentara, al llegar a su casa, medio cansado Heriberto dejó que el cuervo volara y se perdiera.
El hombre que no podía morir se aventó suavemente a su cama y cayó dormido.
—¿Por qué lo haces? —escuchó Heriberto, este abrió los ojos y miró al techo, rodó para caer al piso y se hincó después para ponerse de píe.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Heriberto medio dormido, una silueta de una mujer se dibujó en la ventana.
—Soy yo, ¿no me recuerdas? —suspiró la mujer—. ¿Por qué lo haces? ¿No quieres dejar todo esto? ¿No quieres venir conmigo?
—¿A dónde me llevarías? —preguntó Heriberto, estaba dejándose seducir por la cálida voz femenina, ¿hacía cuanto que no le había hecho el amor a una mujer? ¿cinco años tal vez? ¿diez? ¿o fue desde mucho antes de volverse inmortal?
—A un lugar dónde no tendrías que tenerle miedo a aquél de los cuervos, un lecho para nosotros dos solamente.
—¿Qué clase de demonio eres? —Heriberto se tapó las orejas, sabía que era algún otro demonio buscándole—. ¡Maldita mujer, vete! ¡Déjame sólo!
—Ven conmigo, ¿no extrañas el calor de una hembra qué te quiera? —la silueta de la mujer se fue aclarando hasta parecerse a una joven de no más de veinte años, vestía solo una bata de seda que entreabierta, invitaba a que se abriera completa—. ¿No me deseas?
Heriberto sintió agotadas sus rodillas, se acercó a la orilla de la cama y su cuerpo le gritó que se sentara, que se dejara amar por aquella mujer, fue entonces cuando escuchó al cuervo.
Heriberto se arrodilló, cuidando que su trasero no pegara con sus talones, sonrió y carcajeó.
—¿Qué es lo que vale mi alma para qué vengas tú a reclamarla para ti?
La joven se lamió los labios de una forma tan seductora que Heriberto sintió a su estómago brincar de deseo.
—Es muy valiosa, tú alma ha acumulado energía pura de veinte años que no debió haber acumulado, soy un súcubo y serías un buen sirviente para mi.
—¿Un súcubo?
—Pongámoslo así… soy una prostituta que exige tu alma como pago, a cambio te ofrezco mi cuerpo para que dispongas de él como tu corazoncito lo desee. ¿No te gusta la idea? ¿No te gustaría metérmela una y otra vez, por siempre, sin cansarte, sin aburrirte jamás?
Heriberto miró al cuervo.
—Diablos —susurró—. Si hubiera sabido que me metería en este tipo de problemas no hubiera ido a hablar con esa maldita vieja desde el principio, creo que lo mejor será sentarme y dejar que la muerte me lleve. No gracias demonio, puedes largarte.
La joven sonrió y se acercó a Heriberto.
—Demasiado tarde corazoncito… verás, este hilo de plata que tengo aquí —El súcubo mostró en sus manos un hilillo de plata de gran longitud que Heriberto miró despreocupado—. Te liga a mi, si haz de sentarte, entonces tu alma ha de pertenecerme, hubieras aceptado el trato con la muerte antes.
—Tú oferta suena tentadora, pero ninguno de ustedes demonios es de fiar, regrésame mi hilillo de plata y entonces he de irme en paz.
La joven se rió musicalmente, a Heriberto le sonó muy dulce.
—No lo creo, siéntate por mi Heriberto… ¿Ves? Ya casi tengo el control de tu cuerpo, tú alma servirá muy bien para alimentarme… voy a chuparte toda tu energía, te haré mío… a ti no te dolerá, haz de cuenta que te acuestas con una puta.
Heriberto miró a los ojos del súcubo y estuvo a punto de sentarse, pero entonces miró al cuervo de nuevo, Heriberto rápidamente se puso de pie y salió en piyamas corriendo, escuchó la dulce risa perseguirle mientras deseó que el metro siguiera abierto.
Estaba a punto de llegar, pudo ver a La Muerte recargada en la pared de la entrada, estaba sosteniendo un par de boletos y con la mano urgió a Heriberto que se acercara.
—¡Voy! ¡Voy! —gritó Heriberto—. ¡Llévame! ¡Por favor, tú llévame!
Entonces escuchó gritos a su derecha, miró angustiado y distraído por un momento, tres jóvenes, dos morenos de estatura media y uno alto y de tez blanca.
Los tres se acercaban a él, uno de ellos que estaba vestido completamente de negro empezó a gritar:
—¡Me están hablando! ¡Debo sentarlo! ¡Debemos matarlo Bonn! ¡Árbol! —gritó el de negro,
Bonn era el nombre del otro moreno vestido con gorra, una playera y pants. Bonn sonrió.
—Si la muerte le está diciendo a Fonts que debemos matarlo… —dijo el alto y blanco de chamarra roja al que llamaban Árbol—… entonces debemos matarlo Bonn.
Bonn simplemente sonrió y caminó hacia Heriberto.
Heriberto miró hacia La Muerte suplicante y descubrió que ya no estaba ahí. Escuchó al vestido de negro llamado Fonts gritar repetidamente: “¡La muerte dice que debemos hacerlo!”.
Heriberto miró hacia Fonts y notó que la joven súcubo le abrazaba, los otros dos parecía que no podían notarlo.
—¡Esperen! —gritó Heriberto— ¡No es la muerte! El súcubo, el súcubo tiene a su amigo, ¡No hagan caso!
Era tarde, Bonn y el llamado Árbol corrieron hacia Heriberto, éste sin opción corrió sin rumbo, esperanzado de encontrar de nuevo a La Muerte.
Escuchó un claxon, sin darse cuenta Heriberto estaba a mitad de la calle, un taxi no pudo frenarse y lo atropelló, su cuerpo se proyectó y sintió cada raspón mientras rodó y rodó, hasta que la inconciencia se apoderó de él.
Al despertar se encontró acostado en un hospital, cerró los ojos, y de nuevo los abrió, luces, doctores hablando, enfermeras pasando y altavoces cantando.
Luego de dos semanas acostado, se enteró de que se había quedado paralítico y tendría que andar en silla de ruedas toda su vida, Heriberto se carcajeó de la ironía, lo único que ya le interesaba saber era si el súcubo se había quedado con su alma o si La Muerte había logrado recuperarla.
—Así que eres tú —sonrió Heriberto.
El cuervo graznó y La Muerte le acarició.
—Sólo vengo de visita, ¿hoy te ponen en la silla de ruedas?
—Espero que si, no volveré a desafiarte, lo prometo.
La Muerte carcajeó.
—Eso es muy cierto.
Una enfermera pasó al cuarto y arregló a Heriberto, La Muerte observó pacientemente mientras Heriberto hacía muecas sintiéndose niño sacudido por su madre.
—Bien, creo que te pondré en la silla de ruedas para que por fin se cumpla tu destino —dijo La Muerte, Heriberto sonrió aliviado.
—Creo que será mejor que llame a unos camilleros… —dijo la enfermera, pero La Muerte alzó una mano para tranquilizarla.
La Muerte alzó a Heriberto y suavemente lo depositó en la silla. Heriberto tranquilo cerró los ojos y sonrió ampliamente.
—Gracias por salvarme.
—¿Salvarte? —preguntó La Muerte.
—Si… del súcubo.
—No tienes nada que agradecer, sólo traje a tu cuervo para que lo vieras una última vez, Heriberto. Lamentablemente no llegaste a tiempo.
Heriberto guardó silencio y pestañeó dos veces, iba a decir algo cuando se dio cuenta que su cuerpo no le respondía, sintió su cabeza dar vueltas, escuchó a la enfermera reírse y vio que en su mano estaba sosteniendo un hilillo de plata.
—Heriberto… —dijo La Muerte—. Sólo haz de cuenta que te acuestas con una puta.