Tamal.
(Del nahua tamalli).
1.m. Am. Especie de empanada de masa de harina de maíz, envuelta en hojas de plátano o de la mazorca del maíz, y cocida al vapor o en el horno. Las hay de diversas clases, según el manjar que se pone en su interior y los ingredientes que se le agregan.

Diccionario de la Real Academia Española

Para efectos de esta historia, es mejor pensar en los tamales que se venden comúnmente en las calles de la Ciudad de México (aunque no necesariamente, tome lugar ahí). Los tamaleros y tamaleras (señores entre 40 y 50 años y/o sus hijas o hijos huevones que no quieren ir a la escuela) salen a las cuatro y media o cinco de la mañana, se paran en las esquinas de las calles humildes y/o muy transitadas, con una olla y a veces un tanquecito de gas para prender el fuego. Son los nutriólogos y alimentadores del pueblo mexicano por excelencia (aparte de aquellos excelsos señores que mantienen puestos de tacos, tortas, quesadillas, pozole, birria, mariscos, entre otros).

Por lo general gritan “¡Tamales, ricos tamales… se venden tamales!” y con ese grito llaman al hambriento que recién despierto, necesita el desayuno.

Los tamales suelen ser de un dulce rosa con pasas, de carne con salsa verde y de pollo con mole. Otra modalidad acostumbrada suele ser la famosa torta de tamal, que es la que mantiene a los mexicanos saludables y tiene dos de los tipos de vitamina T (los tipos son: Taco, Torta, Tamales, Tortillas).

Dejando en claro la noble labor del tamalero y con la seguridad de que les abrí el apetito, les contaré de nuestro personaje principal, Salomón Masa, humilde tamalero e iniciador accidental de la terrible guerra del tamal que sería contada con amargura y llanto, en muchos años por venir.

Salomón era un hombre gordo, pero activo. Tomaba cervezas los fines de semana y nunca se le veía una arruga de enojo en su bigote espeso sonriente. Usaba una gorra siempre al revés y ésta le ayudaba a cubrir sus canas orgullosamente. Empujaba su carrito diariamente, donde llevaba su pequeño tanque de gas y la olla de los tamales que su esposa y su hija, habían estado haciendo la noche anterior.

Solo que esa semana había sido pésima, sin explicárselo, la clientela acostumbrada no había aparecido. Mal, mal, mal, se dijo Salomón, y frunció el ceño, sentía que eso ya había estado en algún cuento anterior.

Se esperó diez minutos en la esquina acostumbrada, prendió el fuego para que los tamales no se enfriaran, sacó su banquito plegable y se sentó. Las seis de la mañana en punto, no tardarían en salir los primeros niños que iban a la escuela para desayunar sus ricos tamales. Él los mantenía tan rozagantes y sanitos, eso lo sabía muy bien.

Tal vez un poco gordos, pero eso era culpa de los padres, no de sus exquisitos tamales. Se negó en cuerpo alto, ¿quién se atrevería a culparlo?

Rozagantes es la palabra, se dijo y asintió firmemente. Le gustaba la palabra por haberla leído en algún libro y la había investigado en el diccionario. En verdad que le gustaba bastante.

Los niños no llegaron y le dieron las seis y media, suspiró decepcionado y sabía por alguna extraña razón, que los oficinistas, abogados, burócratas, universitarios y preparatorianos, no iban a pasar tampoco.

Así que se decidió hacer lo que nunca se había atrevido… pasar más allá de su calle, unas cuantas cuadras, unos trescientos metros de lotes baldíos y llegaría al pueblo de los ricos.

Hasta se sonrió, claro está. Salomón nunca estaba de mal humor.

En el camino, Salomón descubrió la razón de su repentina mala suerte. Don Servín había abierto un puesto de tamales cuyo precio era más barato y en él, estaban Gucho, Balargelio (cantando siempre “No soy de aquí, ni soy de allá”), Don Arturo (su choza era genial en las borracheras, porque estaba chueca) y aquel ratero de Gabriel (le decían ratero por los ratos de ocio, que devienen en escritura) comiendo sus tamales.

Toda una reunión de escritores intelectuales, asintió Salomón.

Don Servín le miró de lejos con algo de culpabilidad en los ojos, al igual que los clientes, pero como nunca estaba de mal humor los saludó y estos educados, le respondieron el saludo. Don Servín, un hombe moreno, enjuto, de nariz aguileña y ojos rojos por el alcohol de ayer, se acercó rápidamente a Salomón y le preguntó—: ¿A dónde vas?

—Pa’ dónde va a ser, al pueblo de los ricos. No hay lugar pa’ los dos aquí.

—Mira Salomón, te lo juro que fue idea de mi vieja.

—Ya, ya. No se me agüite hombre. Que ya m’ voy pa’ la otra parte a ver que consigo.

—N’ombre, allá nomás tristezas, te van a correr. Te van a decir que eres demasiado naco y no tan nais. Con los ricos no vayas, mira, he juntado dinerito y abro un puestito de tacos en vez de tamales güey, regrésese pa’ su esquina que yo le mando de regreso a su gente.

—Ya don Servín, ya hay puestos de tacos aquí hombre. Mire, no se me agüite y uste’ vea que un ratito allá y sacaré pa’ la comidita de hoy. Hasta le invito una chelita hombre. Regrésese usted a atender a su gente, ya nos veremos de regreso, usted con el tambo vacío y yo con el lleno, si es que me va mal.

Don Servín suspiró.

—Ta güeno. Que conste que yo le dije.

Salomón sonrió y se despidió educadamente de Don Servín, apretó el paso aunque le pesara arrastrar con su pesado cuerpo. Ya pronto estaría donde los ricos, allá, en la Ciudad de la Esperanza.

Y llegó a una esquina de una calle que bien podría haber sido de oro, impecablemente limpia, ni un solo papel o colilla de cigarro tirados en la calle. Cuando alzaba la vista al cielo, el azul era azul y no gris, las nubes eran nubes y no exceso de contaminantes y el sol, bueno, el sol es perro ahí y dónde quiera.

Cruzó la pierna y sacó su libro de Juan Rulfo, pero no podía leer, porque las casas de tres pisos y de bonitas fachadas, eran mucho más increíbles de lo que él pudiera imaginar. Los coches, hasta parecían de esas películas de ciencia ficción que había visto. No le sorprendería que en cualquier momento, aquel Nexus, le quisiera hacer la plática del tiempo.

Suspiró y sonrió a la primer niña de quince o dieciséis años que pasó por ahí, ésta le saludó de vuelta. Ella, rubia, de ojos verdes y cuerpo envidiable por las señoritas de veinticinco, le sonrió también y se le acercó para saber que hacía ahí.

Ella tenía demasiado caviar y gimnasio en la cabeza como para saber de la existencia de un humilde tamal.

—Disculpe señor —preguntó la niña—. ¿Qué hace aquí a estas horas de la mañana?

—Mire güerita, estoy vendiendo tamales.

—Oh… ¿tamales? ¿Qué son los tamales, señor?

Salomón se puso una mano en la barbilla confundido y se le ocurrió la mejor manera de demostrárselo—: Ande, tome uno, pruébelo güerita.

Y así, cometió el error que no debió haber cometido. La Güerita tomó el tamal de dulce, se lo comió y por supuesto, ingenua que era, no tan viciada por la opinión generalizada de la comida tan pobre y además, su cabellera rubia que no entendía las sutiles diferencias entre humilde y pomposo… hicieron que le gustara el tamal y Salomón hizo su primera venta.

La primera de muchas, porque La Güera, era comunicativa con las adolescentes de su edad y se esparció la noticia del puesto de tamales como una ola expansiva. El siempre sonriente Salomón Masa, pudo invitarle no una, sino tres cervezas a Don Servin, más no le dijo que también había vaciado la olla… era sonriente, más no estúpido.

Salomón hizo el suficiente capital para mudarse, él y su familia, con los ricos. Le sonrió ingenuamente a Don Servín (el cual le dio una mentada de madre a escondidas) mientras iba en su vieja camioneta a la Ciudad de la Esperanza.

Los dones comunicativos de La Güera ahorraron para siempre, el grito acostumbrado de nuestro tamalero distintivo y eso logró que silenciosamente, se expandiera el gusto por la comida nueva, exótica y, algunas decían, afrodisíaca.

Era de esperarse el siguiente acontecimiento, las adolescentes bonitas dejaron de tener caviar y gimnasio en la cabeza, y su buena dosis de vitamina T hizo que desarrollaran carbohidratos de más, que consiguieron el efecto deseado por las señoritas de veinticinco.

Todas las jovencitas engordaron. Un solo alfiler en una convención de ellas podría causar una desgracia.

Esto, obviamente, se convirtió en una preocupación en el Pueblo de los Ricos, porque se encadenaron los eventos. Los hombres engordaron después, la falta de antojo sexual fue reemplazada por fútbol y cerveza en un ochenta por ciento de los casos, el otro treinta por ciento digamos que tenían antojo por las “llenitas de amor”.

Si de por sí los hombres somos unos cerdos…

El Señor Masa, con el lema de “Conserve a su familia rozagante”, cambió su sonrisa ingenua por la sonrisa empresarial. Aprendió rápidamente los modos, los colores psicológicos para aumentar las ventas y dónde ubicar los nuevos puestos. Los Mc’Tamal inundaban las calles de la Ciudad de la Esperanza y así fue como dejó de ser un gusto de adolescentes, para llegar a familias enteras. Pronto el tamal se esparció como un virus y nadie pensaba detenerlo, hasta que a algún diputado se le ocurrió la fantástica idea de llamarle a un científico gringo.

Ya saben que los gringos tienen que meter sus narizotas en todo, si no, les llamaríamos norteamericanos.

El caso es que, el Doctor Skellman, descubrió que la Vitamina T en los tamales era la causa de la obesidad en el 90% de la población, el resto sencillamente, tenía un metabolismo acelerado.

Dios bendiga a los gringos.

Los gobernadores con un poquito de conciencia del bien físico de la población y otros tantos que añoraban a las adolescentes con minifaldas políticamente incorrectas pasear por la calle, empezaron con su publicidad de hacer conciencia de la educación física. Publicidad agresiva, demostrando la fealdad de la gordura, se propagó en boletines, periódicos, revistas y anuncios de tele (que contrataron mexicanas, venezolanas y chilenas, ya que las jovencitas de nuestro país ficticio sencillamente, eran demasiado para el papel).

El Señor Masa declaró una guerra con su consejo y lanzaron la contra-publicidad, haciendo que sus tamalitos fueran más baratos, de sabores varios, los Auto-Mc’Tamal se hicieron más eficientes a la hora de entregar los cambios y tenían musiquita relajante, como para recordar el hogar.

Nada se comparaba, sin embargo, a las Cajitas Alegres… que mantenían a los niños rozagantes y además, les regalaban un juguete de un payaso en mayas rojas y amarillas. La publicidad se vino abajo y los gobernadores que extrañaban a sus Lolitas, tuvieron que suspirar resignados y mirar una y otra vez, los comerciales de niñas hermosas que sus febriles mentes habían construido.

El Señor Masa sacó su sillita plegable, se sentó en la esquina donde vendió su primer tamal y leyó su libro de Juan Rulfo, unos cuatro años han pasado desde que el inició la Guerra del Tamal.

Escuchó el ruido de unas llantitas a lo lejos y alzó su vista. Don Servín estaba empujando su carrito. Salomón se sonrió, seguramente algún bien intencionado, abrió un puesto de Tamales más baratos allá del otro lado.

Pero ya no importaba, porque había comprado un jet la semana pasada y pronto podría visitar otros pueblos donde necesitaran tener a sus niños… rozagantes.

Y llorando estaba La Güera, porque el vestido de graduación de la prepa, la hacía verse como un tamal abotargado. Muchas lágrimas como ésta, estarían aun por venir… en la Guerra del Tamal.