Antes de irme debía despedirme de mi gorda, o eso me reprochaba la conciencia: “¿Hace cuánto que no ves a tu madre?”, unos diez u once años. Ella había decidido vivir sola en la casa de aquel pueblo tranquilo donde hasta Dios se aburría de que le rezaran todos los días. Me serviría estar ahí un tiempo para esconderme y pensar que le diría a mi madre: las razones de por qué hice lo que hice y luego despedirme definitivamente. O quien sabe, tal vez vivir en ese pueblo indefinidamente —si era cierto que era tranquilo—, entonces no habría forma de que ellos pudieran encontrarme.

Mi madre ya era una señora grande: sesenta y tres años. Aunque si tomamos en cuenta que yo tengo cuarenta y dos, me tuvo muy joven. Tuvo a tres de mis hermanos antes que a mí. Si, mi madre era de esas señoras que pensaban completar el equipo de fútbol.

Mis cinco hermanos le visitaban más seguido, ellos si se tomaban su tiempo (tres veces al año) para hacerlo. ¿Por qué no lo hacía yo? Desde joven fui considerado la oveja negra de la familia, me miraban leyendo a los cinco años “Papillón”, “Drácula” y “El exorcista”. Sabían que algo raro pasaba conmigo. No los culpo, yo les abandoné y los orillé a abandonarme.

La gorda era una persona dominante con todos, excepto conmigo. A pesar que la familia sabía que tenía la etiqueta de raro-excéntrico-criminal-y-oveja-negra, ella me sobreprotegía a mí, no a ellos. Tal vez por eso mis hermanos la visiten más seguido, deben satisfacer algún vestigio de su complejo de Electra, o tal vez siguen hablando de mí a mis espaldas, tratando de manchar su buena imagen.

He tomado el primer camión, deberé de tomar otros dos más. Uno bonito y dos guajolotes. Mi gorda vive en un pueblito muy tranquilo y muy escondido, donde espero que ellos no puedan encontrarme.

Soy un vividor, debo admitirlo. Algo así como un producto de la era moderna, de esta sociedad capitalista y demócrata (siempre quise decir eso). Desde chiquito me fascinaron las computadoras (mi primera fue una Commodore 64, me encantaban los jueguitos, ¿qué puedo decir?). Claro, nunca fui bueno en matemáticas. Me gustaba la historia y la literatura. Estudié dos semestres de Sociología, dos de Pedagogía y dos de Sistemas Computacionales. Tremendo paquete resulté ser… ¿y mis hermanos pensaban que era una oveja negra? Me río de ellos. No soy la oveja, soy el Lobo.

Después por hobbies me dediqué a robar coches y una que otra tienda. No me juntaba con buenas personas. Como sugiere la canción de Serrat: a pesar de todo esos eran amigos de verdad.

Resultó que a casi todos ellos los agarraron, excepto a mí. Después ellos se casaron y trataron de reformarse, otros se perdieron en la droga y en el vicio, otros más no sobrevivieron la noche número cuarenta. Decidí alejarme de ellos.

¿Les dije que también me hice hacker? Claro está, si me aprendí Unix y como me encanta jugar con la mente de las personas, aprendí pacientemente todas las herramientas. Decidí cometer las fechorías desde la comodidad de mi hogar, así me evitaría episodios sangrientos. Detesto la sangre, no podría tomar la vida de un ser vivo ni de chiste.

Mi mamá solía reírse de mí en ocasiones y me advertía que no toda la gente era como yo. Eso me lo decía para que me cuidara de los malvados de chiquito. Debí haberle hecho caso… una vez rastree el e-mail de un narco y me enteré de cierto dinero que estaría en cierto lugar. Llegué y me lo llevé. Pan comido.

Y luego sucedió algo muy extraño cuando seguí rastreando a este narco, algo de un negocio de unos rusos. Fue la misma dosis, me presenté y me llevé el dinero. Después pasó que hizo negocio con unos traficantes chinos. Como me gusta jugar con la suerte, me llevé también el dinero de los chinos.

Los chinos no tardaron en descubrirme, ellos si saben de computación. Y ahora estoy en una lista negra de chinos, rusos y narcotraficantes. Encontré en los mails que un hombre llamado “Mikhal” me estaba buscando y por todo lo que leí, le gusta mucho la sangre.

Espero que el pueblo de mi mamá sea lo suficientemente tranquilo.

Fueron catorce horas, entre camión y camión. Traté de dormir lo mejor que pude. En estos momentos, Mikhal debe estar descubriendo que en mi casa no hay nadie. Espero no haber dejado ningún rastro, pude meterme al registro y borrar todo vestigio de mi existencia, quemé fotos y documentos relacionados a mis hermanos.

Me hubiera encantado dejar el de Migue. Migue siempre me cayó mal, pero él hubiera dado la dirección de mi madre sin rechistar.

Que me agradezca mi hermano que le perdoné la vida, en esta historia no soy Caín.

Saqué un cigarrillo, me bajé del camión y lo prendí. Agradecí al conductor cuando bajaron varias personas y éste me asintió, para después perderse en una carretera mal pavimentada. Miré alrededor. Efectivamente, un pueblo demasiado tranquilo. Lo primero que se alzaba era una capilla cuya cruz quería tocar el cielo, mujeres con la cabeza tapada que se acercaban para la misa de las siete, hombres de jeans y de sombrero, niños que perseguían gallinas.

Tuve el impulso de perseguir al camión y rogarle que me regresara a casa. Sin embargo, la imagen de un ruso de dos metros, con el cabello amarillo cuidadosamente rapado a uno, vistiendo de negro y llevando la mano siempre en el bolsillo derecho me detuvo. Apagué el cigarrillo a la mitad malhumorado y me puse a caminar con mi única maleta de bolsillo.

No le avisé a mamá. Espero sea una grata sorpresa.

Como buen forastero, la gente se me quedaba mirando, tratando de identificarme. Como suele suceder en los pueblos. Una que otra viejita cuchicheaba con otra, mientras me miraban de reojo, como si conocieran los motivos por los que vine a dar aquí. No me importó, me sonreí y luego les sonreí. Se alejaron hasta que se sintieron seguras, continuaron mirándome y comentándome en silencio. Los viejos que estaban sentados en la entrada de su casa, alzaron un poco el sombrero y me siguieron con los ojos.

Recibí la misma reacción la primera vez que visité a mamá. Y debo decir, que me gustó y que me sigue gustando. Con mejor sabor de boca, prendí un nuevo cigarrillo.

Hacía mucho que no visitaba a mi mamá. Mi cabello estaba lleno de canas y tenía una barba y bigote de hacía unos días. No dormía bien desde que supe de Mikhal. Esperé encontrarme a doña Lucha y cuando pasé por la que era su tienda, había un moño negro colgado y estaba cerrado. Lástima, doña Lucha estaba muerta.

No tardé en llegar a la casa de mi mamá. Una casa de dos pisos, con uno que otro balcón. La señora sabía ahorrar el dinero. Suspiré y dejé mi maleta, pasé una mano por mi cabello. Me sentí como el viejo padre del exorcista, cuando bajó del taxi y miró de frente a la casa donde se esconde el destino.

Cuando toqué la puerta, la que me abrió fue mi mamá. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sonrió ampliamente, me abrazó y yo le abrasé de regreso. Le besé la frente y ella me acarició las mejillas continuamente, asegurándose de que no era una alucinación o un fantasma venido del infierno.

Debo admitir que quiero a mi mamá. Siempre me pone tan poético.

—¡Roberto! —exclamó—. ¡Ay Roby! ¡Mi niño! Que sorpresa tenerte aquí, tengo tantas cosas que contarte de Migue y de Gera. ¡Me visitaron hace poquito! Si hubieras venido una semana antes, los hubieras encontrado. ¡Los extraño tanto a todos! Sobre todo a ti, mi niño, mi consentido.

—Oh, que suerte —dije sonriendo. Migue y Gera, bien. Me apresuré a dejar mi maleta en la sala y después tomé asiento en uno de los sillones, mi mamá gorda me siguió con sus pies pequeños, dando pasos chiquitos con sus zapatos de plantilla suave en la alfombra—. ¿Y qué te dijeron?

—No hice más que preguntarles de tí, me dijeron que andabas en malos pasos. Yo les dije que no era cierto, que era imposible. ¡Mi niño! ¿Verdad qué no andas en malos pasos?

—Imposible gorda —respondí divertido—. Tú sabes que te quiero, ¿verdad?

—¡Ay Roby, yo también te quiero! ¿Qué te ofrezco? ¿Te encuentras bien, necesitas algo?

Pensé mentalmente las cosas que le diría a mi madre y me decidí por una de ellas, la que esperaba evitarme.

—Vine a quedarme unos días gorda.

—¡Me haces tan feliz! Permíteme, que voy a poner agua para el café.

La vi escabullirse a la cocina, la casa tenía una luz amarillenta de focos que no habían sido cambiados tal vez en años. Estaba alfombrada de rojo y café, las paredes tapizadas de los mismos colores, los muebles viejos y el olor a naftalina obligado que desprenden los viejos. Me recargué en el sillón y el cansancio de catorce horas de viaje me obligó a cerrar los ojos y ni siquiera el olor a café me hizo abrirlos.

En algún momento, mi mamá me puso una cobija encima y me quitó los zapatos. Entre-abrí los ojos, creí escucharla caminando de un lado a otro rápidamente, golpeando suavecito la madera. Quise decirle que se callara pero fue inútil, tenía demasiado sueño como para hacerlo.

”Cuando desperté, puse a calentar ese café de la noche anterior. Era de mañana y los gallos ya estaban cantando escandalosamente. Cuatro y cinco de la mañana, dijo mi reloj y le creí. Tendría que acostumbrarme a la vida de pueblo si realmente pretendría quedarme aquí unos días. Tomé asiento en una silla de madera y recargué mis codos en la mesa, sorbí mi café lentamente. Busqué con la mirada un cenicero y encontré un jarrijarretobien podría servirme. Prendí un cigarrillo, tenía un sabor metálico en los labios.

Tuve una pesadilla que involucraba al ruso Mikhal y unos cuantos aparatos de tortura. Me arrepentí de haberme presentado a esa exposición en el centro de la ciudad. Se me fue el tiempo con la taza del café y el cigarro. Mi mamá bajó y me dio un beso en el cabello, yo le sonreí y le miré mover trastos para preparar el desayuno.

—No has desayunado y ya estás fumando.

—Gorda…

—No, no, no. Tienes que desayunar bien, apaga esa cosa.

Le obedecí. Escuché sus pasos rápidos y el golpeteo de los trastos, el ruido del gas al prender fuego y miré sus manos rápidas, manejando cuchillos y preparando desayunos. Me dio la espalda mientras se ocupaba en la estufa de todo lo necesario.

—Anoche te escuché caminar de un lado a otro —le dije.

Mi mamá se quedó quieta y después continuó en lo suyo.

—Escuchaste mal. Estabas muy cansado y estabas soñando —volteó de lado su cabeza para sonreírme, algo andaba mal. Decidí no insistir, el desayuno olía deliciosamente y extrañaba algo que no fuera una sopa instainstantáneauna coca cola.

Ella me miró unos minutos desayunar en silencio y casi cuando hube terminado, empezó a platicarme de la gente del pueblo. Yo asentí a todo lo que decía y cuando podía recordar algún nombre, agregaba algo para que sintiera que sabíamos de lo mismo y no se obligara a platicarme toda la historia. Se nos fue otro café en platicar de su rutina y cuando sentí que era seguro prender otro cigarro, lo hice.

En algún momento, noté que no platicaba de Doña Lucha, la cual había sido su amiga más cercana. Aprovechando uno de sus silencios, pregunté despreocupado.

—Doña Lucha murió porque le mordió una rata —fue todo lo que atinó a decir mi mamá, su rostro sonriente cambió por uno muy serio—. Ya dejé tus cosas en la habitación. Gera dejó su chamarra, supongo que podrás usarla. En la noche hace mucho frío. Ya le conté a Servina que estás en el pueblo, ¿por qué no sales a saludar? Sé que a Maribel le dará gusto verte.

—Mucho gusto —susurré. Esa Maribel, ¿cuántos años tendría ya? Unos veinte, siempre la traté como a mi sobrina. Me puse de pie y caminé a las escaleras que llevaba a los cuartos. A un lado, estaban las escaleras que llevaban al sótano, cuando era niño, me gustaba jugar ahí. Era el único de los hermanos que se atrevía a bajar al sótano.

—No bajes al sótano —dijo mi mamá desde la cocina—. Lo he cerrado con llave.

—¿Por qué? —pregunté rascándome la cabeza. Mi mamá andaba muy misteriosa.

—Hay una rata y las ratas me dan miedo. Desde lo de Lucha. Lo he cerrado para que no salga.

—¿Quieres que la mate?

—¡No! —exclamó mi mamá y salió corriendo de la cocina para verme—. No se te ocurra, después de lo de Lucha, me da miedo que te vaya a morder o algo.

—Anda mamá, no te preocupes. Voy a salir a caminar, cuando regrese te prometo que mataremos a la rata.

Mi mamá no supo que decir, le sonreí y subí por mi chamarra (supuse que Gera no la extrañaría). Cuando bajé, ella hacía escándalo en la cocina, yo prendí un cigarrillo y salí. No sé como haría para matar a la rata, si me daban asco. De pensar que tendría que matar un ser vivo, me dio un escalofrío.

Lo que hace uno por la madre.

”A medio día, la gente me miró diferente pero igual. Ya no me miraban con el recelo del forastero, me miraban como el hijo cabrón de la señora Irigoyen. Me encogí de hombros y busqué la tienda de flores donde solía estar Maribel de niña. La última vez que la vi tenía diez u once años. ¿Cuánto habría cambiado?

No mucho, encontré una adolescente de caderas anchas, morena, de ojos cafés grandes. Maribel me sonrió, me reconoció de inmediato y me dio un beso en las mejillas. Tomó mis manos.

—¡Tío Roberto! —me exclamó, dejó de atender a una señora y le pidió a su mamá permiso para platicar conmigo. La señora me miró con unos ojos recelosos, pero aún así dio el permiso a la niña. Cinco minutos, le dijo. Cuando salimos, Maribel empezó a platicarme de su vida en esos años, que ya estaba casada y tenía una niña. Atendía la tienda de diez de la mañana a tres de la tarde y después, el tiempo lo dedicaba a su hogar.

Suspiré para mis adentros, esperaba encontrar una adolescente con mejor cuerpo y aprovecharme de la curiosidad sexual que se tiene con el forastero. Claro, eso solo sucede en buenos libros o en películas mexicanas.

Yo le platiqué mi vida a grandes rasgos, omitiendo a Mikhal. Conté en broma todas las fechorías que había hecho. Maribel me miró con grandes ojos, admirada no sé si de todo lo que “inventaba” o de si “sería capaz de hacer todo eso, realmente”. Seguí jugando con su mente un poco más, siempre me encantó la expresión de sorpresa de la niña. No había cambiado en nada.

Cuando no tuvimos nada de que hablar, le pregunté de doña Lucha. La expresión de Maribel cambió un poco a nostalgia.

—No estaba bien del corazón la señora. Me sorprende que tu mamá no te haya contado…

—Me dijo que le mordió una rata.

Maribel pareció comprender.

—Oh, tío Roberto. Tu mamá, ya es una señora grande. No me gusta ser yo quien te diga esto. Es como mi abuelita.

Me acaricié el rostro extrañado y le miré a los ojos.

—¿Qué pasa?

—La rata de tu mamá no existe. Ya fue mi papá a tratar de buscarla, y mi marido también, le ha pedido a medio pueblo y medio pueblo ya intentó matarla. El sacerdote nos ha pedido prudencia y también comprensión. Tu mamá ya está vieja. Nadie ha tenido corazón para decirle que su rata no existe.

Me quedé callado, no me gustaba lo que estaba escuchando. ¿Qué tan difícil sería matar una rata que no existía.

”Me despedí de Maribel. Prometió visitarnos a mi y a mi mamá mañana. En sus ojos había un brillo que no había visto cuando era niña, me regresé contento a mi casa.

Tal vez habría sexo después de todo.

”Cuando entré a la casa, mi gorda se encontraba viendo su televisión en blanco y negro. Miré mi reloj, las cinco cuarenta y dos de la tarde. Le di un beso en la frente y ella me acarició la mejilla. El pueblo me haría bien sin computadoras y no quería ni ver si había cybercafés (encontré uno, a dos calles de la florería de Maribel). Seguramente los chinos me localizarían y me mandarían al ruso.

Subí a mi cuarto y me puse a escuchar el radio. Si, el pueblo me haría bien sin computadoras. Saqué un cuaderno y me puse a rallar un mal poema, sin computadoras todo estaría bien. Cuando me cansé de rallar un poema, me puse a dibujar, no había necesidad de una computadora. El tiempo estaba pasando rápidamente.

Miré el reloj, las cinco cincuenta y dos. Diez minutos y ya estaba aburrido. Necesitaba una computadora. Sabía que si tomaba una, no soportaría la tentación de averiguar sobre Mikhal y los chinos me agarrarían la pista. Suspiré derrotado y bajé de mi habitación. Me senté un rato a mirar televisión con mi gorda, la cual se dormía a ratos y después se despertaba para comentarme lo que miraba en la pantalla.

Una vieja película con Pedro Infante y Sara García.

Un programa con Alan Tacher de presentador.

Un tipo al que llamaban Yahir y las mujeres gritaban como locas.

Un tal Jaime Maussan hablando de OVNI’s.

Miré como cambiaba mi madre entre sueños los canales de televisión y cuando me harté, le pregunté donde estaban las llaves del sótano.

Mi mamá se despertó de inmediato.

—¿Para qué las quieres?

—Voy a matar a la rata.

—¡No, Roby! ¡Deja que se muera de hambre en el sotano!

Le di un beso en la frente a mi mamá.

—Anda gorda, mejor la matamos de una vez. ¿Qué tal si se escapa en las noches? O peor: ¿qué tal si hace nido?

Y así, entre preguntas e hipótesis con una rata inventada, empecé a lavar el cerebro de mi mamá y aunque me dolió en el corazón ver como su rostro de angustiada creció, seguí jugando con su mente hasta que me soltó las llaves del sótano.

—Tú no crees que la esté inventando como todos los demás, ¿verdad mi niño?

—No, mamá —cuando le mentía, utilizaba el “mamá”, así parecía tener más fuerza la aseveración. Ella sonrió tranquila.

—Tienes cuidado.

—Si, mamá.

—Te quiero mucho hijo.

—Y yo a ti, gorda.

Bajé las escaleras, abrí el cuarto del sótano y empujé la puerta. Prendí la luz y después de cerrar la puerta, observé con cariño el viejo sótano. Me sorprendió encontrarlo totalmente vacío. Ninguna caja, ningún baúl, estaba recientemente pintado. Supuse que mis hermanos se habían llevado las cosas y habían tirado otras. Caminé alrededor, asomándome en el cuarto totalmente cuadrado, revisé las cajas de luz, revisé detrás de las escaleras, revisé la tubería de agua y gas.

Y después de buscar rastros de dientes en las paredes, descubrí que ahí no había ningún otro ser vivo más que yo.

Me alegré de comprobar con mis propios ojos de que no tendría que participar en ningún episodio sangriento.

Me dio una regresión a mi juventud estando en el sótano y con la puerta cerrada, me puse a jugar. Fui un pirata de cuarenta y dos años, con el rostro endurecido. Debía encontrar la espada maldita que me daría la inmortalidad, así que capturé barcos y mandé a degollar a a todos los presentes, dejando vivos a los capitanes hasta sacarles la información. Maté a unos cuantos kraken y evité los cantos de la sirena.

No tardé en convertirme en un príncipe perdido en una gran selva, con mi espada y lo poco que restaba de mi armadura, me di a la tarea de encontrar una civilización perdida. Me las ví duras cuando me capturaron unos indígenas que me amenazaban con cortarme la cabeza y hacérmela chiquita.

Y salté después a ser un hacker en un cuento de cyber-punk. Un hacker bastante osado que se atrevió a robarle dinero a unos chinos, a unos rusos y a unos narcotraficantes. Un malvado ruso de dos metros y medio de altura, con mejoras genéticas y prótesis cibernéticas me perseguía, sin embargo, al final yo era más listo.

El sótano me hizo perder tres horas de mi vida (vaya que lo extrañaba). Me sonreí y miré el reloj, ya podía regresar a mi cuarto y dormir. ¿Podría lograr pasar así todos mis días? Por supuesto que sí. Y si tenía suerte, no habría ruso que llegara a este pueblo.

Mi mamá me estaba esperando al subir el sótano, se estaba frotando las manos ansiosa. Como precaución, cerré la puerta del sótano con llave. Le miré alzando las cejas y haciendo una expresión de desconcierto.

—No la encontré mamá. Pero mañana bajaré de nuevo para buscarla.

Mi mamá asintió.

—Ahora, vámonos a dormir. ¿Te parece?

Mi mamá asintió. Noté que sus manos estaban temblando.

—Mañana viene Maribel a acompañarnos un ratito.

—Maribel siempre me cayó bien —sonrió mi mamá, y quiso controlar el nerviosismo—. Mañana yo tengo que salir con el cura a ver unas cuestiones del dinero de la iglesia, a la mejor no la alcanzo. Me da mucho gusto que estés aquí Roby, mi niño. Les dejaré comida hecha a ti y a Maribel para que coman.

Sonreí contento, no sé por qué.

Me quedé dormido, fue Maribel la que me despertó tirando piedritas en la ventana. Me asomé y ella me sonrió. Bajé así, ya acostumbrado a ser fodongo en la ciudad. Miré rápidamente en la cocina, tenía razón mi mamá, la comida estaba hecha.

Abrí la puerta y le dije a Maribel que pasara. Ella se me quedó mirando, parecía no estar acostumbrada a que le abriera la puerta un hombre desvestido. En un intento por no parecer fuera de lugar, borró la expresión lo mejor que pudo y entró. Le dije que la comida estaba en la cocina, que subiría a vestirme y que comeríamos juntos.

Maribel me tomó la mano y con los labios temblándole, entendí que no sería necesario vestirme. Y esa tarde, no comimos.

Que bonito se escucha que una mujer entre suspiros y gemidos te llame tío Roberto.

Cuando despedí a Maribel en la puerta, nos dimos un beso en el cachete y le dije adiós. Cerré mi puerta y creí ver una sombra seguida de una cola de rata demasiado grande, como para ser una rata normal.

Me sonreí, se me estaba pegando el nerviosismo de mi madre, eso era todo. Bajé al sótano a perder el tiempo de nuevo, entre fantasías y sueños, cuando escuché que mi mamá llegaba, salí del sótano rápidamente y entrecerré la puerta.

—¿Qué tal te fue con el cura, gorda?

—Oh, es un buen hombre. Le di un poco de dinero para cuidar el mantenimiento de la Iglesia. Le dije que estabas aquí y que irías a visitarlo.

Hice una mueca.

—¿Cuándo lo irás a ver? —preguntó mi mamá automáticamente, convirtiéndolo en una orden.

—Tan pronto pueda, mamá. Te lo prometo.

Antes de dormir, fui al baño. Me bajé los pantalones, prendí un cigarrillo y esperé a que todo sucediera lentamente. Miré el humo confundirse con el mosaico azul marino y blanco, suspiré. No había mejor momento que un buen cigarrillo mientras uno hace religiosamente sus necesidades.

Entonces escuché los gritos de mi madre.

—¡La rata! ¡La rata, Roby!

Apresurado, sin subirme los pantalones y con las nalgas sucias, salí corriendo entre tropezones. Había cometido el error de dejar el sótano abierto. Mi mamá señalaba con un gesto aterrado hacia una dirección, voltee hacía allá y vi un juego de sombras y un ruido espantoso. Perseguí el ruido y me di cuenta que había sido un camión con las luces altas que hacía sombras por la ventana.

—Es un camión, gorda —dije tranquilo. Me dirigí hacia ella y la encontré tirada en el piso. Le miré perplejo, sin saber que hacer. Acerqué mi oído a su pecho y descubrí que su corazó no latía. Su rostro estaba pálido y con los ojos muy abiertos.

Maldije a la rata que se inventó mi mamá, y con los pantalones todavía abajo, me eché a llorar. Escuché unos pasitos golpeando la madera y cuando voltee, de nuevo creí ver algo que se movía.

El funeral fue algo triste, le lloré a mi madre. No avisé a mis hermanos, decidí ser el único hijo que estuviera ahí. Le dije al cura que los hermanos trabajaban y que harían lo posible por venir, obviamente había mentido. Quería ser el único responsable por haber dejado la puerta del sótano abierta.

Maribel me miró en un extremo, quería acariciarme, se le veía en las manos y en los ojos. Pero estaba su marido y su hija, una bebida preciosa. Le sonreí de lejos, cuando tuve oportunidad.

En el pueblo hicieron una fiesta en honor a mi madre, me quedé un rato y después regresé a la casa que estaba inusualmente silenciosa, presté atención por si escuchaba algo. No había ruido.

Extrañé a la rata que se había inventado mi gorda.

Con mucho cuidado, bajé al sótano y cerré la puerta con llave.

Cuando desperté, la puerta del sótano estaba abierta. Intenté recordar si lo había hecho a alguna hora, durante la noche. No, no había sido yo. Escuché pequeños pasitos en las paredes de madera y luego en la cocina. Corrí rápidamente ahí y de nuevo las sombras que jugaban conmigo hicieron presencia, perseguí las sombras en círculos, por toda la casa y me di cuenta que la rata estaba jugando conmigo.

Me enfurecí, hasta que las sombras llegaron de nuevo al sótano. Tan pronto como pude, cerré otra vez el sótano con llave y creí escuchar que alguien rascaba la puerta del otro lado.

Debía ser una rata bastante grande, porque se escuchaban a la altura de mi oreja.

Maribel me visitó al día siguiente, no tuvimos sexo. Vino preocupada y con los ojos muy abiertos a decirme que un güero había preguntado por mí. Me sonreí, obviamente era el ruso y que se dirigía para acá. No había razón en huir. Entre la rata y el ruso, no supe distinguir que podría ser mejor. Me dirigí tranquilamente a la cocina y dejé a Maribel en la sala, le pregunté si no quería un vaso de agua.

Le pregunté de nuevo y ella no respondió. Abrí la llave del agua y noté que no salía. Salí a ver a Maribel y solo encontré uno de sus zapatos, busqué rápidamente, me di cuenta que la puerta de mi casa estaba abierta, me asomé y vi un coche rojo estacionado, que no había visto antes. Caminé nervioso por la casa, encontré el otro zapato a la mitad de las escaleras del sótano. ¿Qué había sucedido?

Escuché agua en el sótano, estaba inundándose. Recordé las tuberías. ¡Debía escapar! Subí las escaleras corriendo para ir a mi habitación, cuando en la vuelta me encontré al ruso apuntándome con una pistola. Era feo, demasiado feo el ruso. Me agaché antes de que la primera bala pegara en mi cabeza y tropezando, caí las escaleras.

El ruso me persiguió con la pistola alzada y yo como pude, bajé las escaleras para pegarme contra el sótano. Mierda. Me atrapé a mi mismo. Se escuchó un chillido espantoso.

El ruso entonces, me vio en las escaleras con los ojos muy abiertos. Algo estaba pegando contra la puerta del sótano, tal vez la rata. Sentí el agua que estaba saliendo por el canto de la puerta mojarme los pies. Me voltee para detener la puerta y le grité al ruso—: ¡Vamos, ayúdame! ¡O esta cosa nos matará a los dos! ¿O tú mataste a la chica?

—¿Cuál chica? —preguntó el ruso en un mal acento en español. La puerta seguía golpeándose, se escuchó otro chillido.

—¡Muévete! ¡Ayúdame!

El ruso me hizo caso, bajó las escaleras con precaución, se acercó a la puerta y dudoso trató de escuchar. La puerta se había quedado silenciosa y sólo se escuchaba el agua. Me miró extrañado.

—¿No lo escuchaste? —pregunté.

El ruso asintió dudando.

—Es una rata tan grande como tú, está ahí detrás de la puerta. ¡Tienes qué creerme! No me importa que me mates, tenemos que matar a la rata. Por favor. Ahora, mira… quédate atrás. Yo ya estoy muerto de todas formas, abriré la puerta y tú dispara a la cuenta de tres.

Si tenía suerte, probablemente la rata se iría contra el ruso. Debía tener fé. Eso si existía tal rata. ¡Debía existir! ¿O dónde estaba Maribel? Tal vez… tal vez… tal vez fui yo. Tal vez la empujé en el sótano en algún momento cuando creí que me había servido agua. Ya me habían dicho antes que me perdía en mis alucinaciones y mi madre, mi madre me pegó su alucinación de la rata. Si la rata no estaba detrás de la puerta, podría distraer lo suficiente al ruso para arrebatarle la pistola y matarle. ¿Entonces? ¿Cómo explico que el ruso haya escuchado el chillido? ¿Un chillido lo suficientemente gutural para que un asesino ruso dudara? Yo mismo pude hacerlo, yo mismo pude chillar como una rata. Se han leído casos de humanos que pierden tanto la razón y…

—A la cuenta de tres entonces Mikhal. Hazte para atrás…

El ruso me obedeció.

—Una…

El pueblo había asegurado que no existía tal rata. Y una rata tan grande como esta, no pasa desapercibida en un pueblo. ¡Es prácticamente imposible! ¿O la muerte de mi mamá, me habrá vuelto loco?

—Dos…

¿Y Maribel? No, no, me niego estar loco… en serio. ¡No puedo estar loco! Mi mamá ya estaba vieja y ella veía cosas. Lo que yo vi debía ser real. ¡Si acababa de sentir los golpes contra la puerta del sótano!

—Tres…