Ayer se presentó Dios, impecablemente vestido con zapatos Gucci y un Armani gris oscuro, el cabello totalmente relamido, gemelos de oro en la camisa y lentes oscuros más o menos corrientones. Tocó mi puerta, me asomé y lo invité a pasar, porque uno sabe de inmediato cuando Dios está por presentarse o cuando toca la puerta. No les prometo que eso lo descubrirán eventualmente, ya no es necesario… ¿quieren saber por qué?

Ayer me dijo que el mundo, después el universo, luego al tiempo y al final, la eternidad… terminarían en tres horas con veintidós minutos.

Si hubiera sido el idiota de José Carlos, un intento de escritorsillo que se inventa esas frases para tratar de impactarle a uno, me hubiera reído en su cara y le hubiera dicho—: Qué mamón. Sin embargo, con Dios actué diferente, puse las manos en mi rostro, me arrodillé y musité—: Dios Mío, ¿qué quieres que tu siervo haga para honrar el Temor que te tiene?.

José Carlos se hubiera sentido, seguramente, muy orgulloso de mi.

Dios sonrío, tenía un diente de oro y su Rolex me deslumbró.

—Nada, sólo observa.

Dios salió de mi casa y yo lo seguí con la mirada, vi a través de la puerta abierta como un chofer abría la puerta de la limosina para que subiera. Luego Dios se fue y no lo volví a ver más. Me quedé un rato de rodillas, contando los segundos que transcurrían. Tres horas con veintidós minutos. ¿A partir de cuándo?, me sonreí confundido, tal vez era uno de esos juegos de palabras terribles. Por supuesto, la duración del final sería de tres horas con veintidós, ¿pero cuándo empezaría?

Ayer me puse de pie, estaba muy contento, tanto que me preparé el sandwich más grande que jamás me hubiera preparado. Todavía estaba vivo y Dios nos había perdonados al no voltear el reloj de arena. Me senté en mi sillón preferido y prendí la tele. Le di la primera mordida de sandwich en el momento que cayó la primera lengua de fuego.

En la televisión, había imágenes de noticieros donde un cielo rojo donde columnas de fuego celestial estaban quemando ciudades enteras. Cambié el canal, incrédulo, y descubrí que también estaban lloviendo ranas en Nueva York y por ello, ya se habían caído por lo menos veinte aviones. En Italia, la tierra se abrió para dar paso a un monstruoso demonio con siete brazos y tres pares de senos. En México, los falsos dioses estaban llorando sangre y las vírgenes estaban oscureciendo su manto estelar.

—Tres horas con diecinueve entonces —me dije, malhumorado y resignado, miré la televisión durante varios minutos hasta que la señal se perdió. Salí a mi calle, vi con mis propios ojos el cielo enrojecido, saqué un cigarrillo y lo prendí. Fumé la cajetilla entera durante tres horas con veintidós minutos, observé la casa del vecino ser arrasada por una columna de agua y la del otro vecino por una de fuego. Volaron avispas y arrasaron con los campos de trigo, de cebada y hasta viñedos. Cristo, el hijo junior de Dios, manejó su Ferrari y a diestra y siniestra, eligió a 144,000 para salvarlos en el reino de los cielos. La última travesura de Dios, fue aventar una canica del tamaño de la Luna en la Luna y causar un caos total, en el campo gravitacional terrestre. La Luna-Canica acabó pegando al Sol con tal fuerza, que explotó y el universo entero, inplotó y se consumió en un agujero negro.

Un agujero negro bastante grande, que se tragó a todos los demás universos. ¿Basta decir más?

Ayer me dijo Dios que se acabaría el mundo en tres horas con veintidós minutos, lo cual se cumplió. Sin embargo, hubo un error en el sistema.

¿Por qué estoy contando la historia hoy?