Haber sido torero le enseñó la vocación de su vida, todo gracias a la espada con la que mató al toro. Esta vez, iba a ser ninja. Lamentablemente, el que le vendió el primer disfraz ya no estaba en ningún lugar donde pudiera ser encontrado y suspiró triste. Estuvo a punto de abandonar su nueva vida hasta que vio la capa del torero y una sonrisa se le dibujó en el rostro. Se escondió en un callejón, con unas tijeras y un poco de hilo. Al nacer el sol, cubierto enteramente de pies a cabeza, con un traje rudimentario, salió a recibir la nueva vida que le preparaba.
No era cualquier ninja, era EL NINJA.
Practicó las artes requeridas, aquellas que le decían que debía andar en silencio y con la punta de las uñas. Amaestró a su espada para cortar el tronco de un poste de luz, de un sólo tajo y aprendió a esconderse en las sombras de mediodía. Para cuando llegó la policía a la escena del crimen no había nadie y pensaban que el poste había caído por un acto divino. Así, escondiéndose en el contraste de sol y sombra, fue que consiguió un paquete de cuchillos gin-zu para practicar su puntería. Ya después iría a Tepito, para conseguir sus estrellas y sus nunchakus.
Fue durante su entrenamiento que cayó la noche y se preparó un gancho con una cuerda. Su fuerza y su agilidad le ayudaron para aventarla y escalar el edificio más alto. Es que el ninja era una pinche maravilla. Corrió saltando como un gato de un edificio a otro, saltando con su traje rosa-amarillo y su espada desenvainada, para hacerla silbar en el aire. Sus pasos eran tan silenciosos, que a veces caía sobre el capote de los coches con tal gracia y lentitud, que corría en y con ellos cuando estos estaban en movimiento y sólo se veía el manchón rosa, confundiéndose con las luces citadinas.
Pero no contaba con el sindicato de mujeres ninja, cuya vestimenta era, precisamente rosa y amarilla. Fue así que lo sorprendieron en medio de un parque, cuando el ninja practicaba la pose de la grulla asesina, y siete mujeres letales se aparecieron con sus armas tan variadas como su piel y su cabello. Le pidieron la identificación del sindicato. Cuando respondió que no tenía con su voz varonil y llena de nicotina, las mujeres se abalanzaron, cuales borrones de rosa mexicano contra un sólo hombre.
Lo que no saben, es que el ninja, era EL NINJA, o tal vez sí porque lo escribí hace rato. En fin, se defendió con su espada y en cuestión de minutos, las tenía a todas rendidas y bien amarraditas para que no le tocaran ni con las uñas. Sin embargo, el código ninja exigía el sacrificio de la vida al ser capturados y así fue como terminó el sindicato, con los cuerpos hecho humos y un escrito haiku como borrón en el piso.
El ninja se sentó a meditar, logró tener a siete mujeres mortales a su merced. Fue cuando tronó los dedos y supo la verdad.
Él nunca quiso ser ninja, siempre quiso ser padrote.