“Eres un niño pequeño,
habla mucho el niño grande.
Necesitas que te cuiden.
Necesitas que te quieran”.
Cuando me desperté, el sol ya me pegaba en la cara. Bajé las escaleras y después las subí de nuevo, luego de dos segundos, volví a bajar las escaleras. No me percaté en ello, todavía no me sentía un personaje de Julio Cortázar. Al estar abajo, me dirigí a la cocina y mentalmente, tenía la ubicación de un plátano que había guardado para el día de hoy. Dirigí mi vista hacia allá y no lo vi, giré mi cabeza a la derecha y regresé mis ojos. Como por acto de magia, el plátano había aparecido.
Tomé el plátano, lo puse en la licuadora con un poco de leche y dos cucharadas de chocolate en polvo. Prendí la licuadora, observé el giro y el giro, los espirales del chocolate. En lo que giraba, tomé un vaso de plástico y le puse cuatro hielos, para enfriarlo un poco. Me serví el licuado en el vaso, mientras un amigo entraba a la cocina, a hablarme de sus últimos problemas amorosos y de que le daba flojera hacer mucho café el día de hoy. Le asentí y el contenido del vaso, lo regresé a la licuadora con todo y hielos. Pensaba, adentro de mí, que debía licuar, que no lo había hecho todavía.
Mi amigo hizo observación del comportamiento extraño y decidí adquirir un papel consciente de este. Le dije que tenía razón, que estaba queriendo des-hacer lo que había hecho, lo dije distraído, el método que utilizo para que… no pregunten más, que piensen que estoy loco. Me tomé el licuado, despreocupado y después, mi compañero de cuarto bajó para avisarme que buscaría donde comer. Decidí acompañarlo, finalmente… está solo y no tiene a nadie aquí con quien compartir comidas y cigarrillos en los fines de semana. Salimos en el coche, bajé la ventanilla y prendí un cigarrillo.
Acabamos donde un bufete argentino y pedimos. Le gusté a la chava que nos ofreció la mesa y me gustó una adolescente rubia, mediterranea, en una mesa apartada. Ella de repente me miraba y apartaba la vista. Me sonreí, en el momento que el mesero me dejaba la lata de coca, un vaso con hielos y un popote. Mi compañero de cuarto entonces empezó a hablar y yo asentía a lo que decía, mientras le quitaba la envoltura al popote. Serví un poco de refresco en mi vaso, le puse el popote a la lata y si hubiera habido manera, hubiera metido los hielos en la lata para tomar el refresco del vaso.
–Hoy tengo una tendencia en des-hacer lo que hago, ¿te das cuenta? –pregunté, de buen humor.
–Te estás volviendo loco, güey –dijo el venezolano, mi compañero de cuarto, con una sonrisa de oreja a oreja y abriendo los ojos. Enfatizando mi locura con su locura.
Reí educado y pensé en ello. Si, si me estoy volviendo loco.
Y todavía existe este lugar, donde hay narrados casi dos años de mi vida. Donde hay cuentos e historias inconclusas, de tiempos inmemoriales. Y también, hay escritos que hablan de otros tiempos que me parecen tan lejanos o irreales. Si pudiera des-hacer la historia de mi familia, o de Cecilia, o tal vez, de Sol María. Si pudiera des-hacer las cicatrices que me dejó Gloria o la pasividad con Claudia, o que no me enamorara de una tercera Claudia.
Si salvara a Simón Dor de su inminente destino o si salvara al Árbol de los Mil Nombres y no lo dejara caminar… caminar…
Lo escrito, se puede deshacer… haciendo trampa.
Pudiera regresar, abrazándome a mi mismo, compadeciéndome como hago ahorita, con los pies muy juntos y la nariz moqueando. Pudiera regresar y pedir ayuda, decir que … no es como yo esperaba, que no es nada como yo lo esperaba. Que las cosas suceden y se mueven, tan lento que me desespera y me tira. Eso pudiera hacerlo.
Pero hay algo que me sostiene, un pequeño fragmento de mi persona que dice que debo esperar aunque las demás se desmoronen. Aunque me cuesten las historias que escribo, aunque me cueste mi vida. ¿Qué es lo que estoy esperando? ¿Por qué estos ego-trips tan a menudo? No lo sé, francamente no lo sé. Esperaré.
Esperaré…
si…
es-pe-ra-ré.