No podía precisar como había adquirido la costumbre, y aún recordaba el primero: Un Panzer Königstiger, de la Segunda Guerra Mundial. ¿Quién se lo había regalado? Tal vez su madre, o su padre, o algún tío, o alguna novia.

Tomó asiento ese día, leyó el instructivo con mucho cuidado –tan atentamente, como alguien que está acostumbrado a leer libros de autoayuda o el idiota que quiere sobresalir un día en clase–. Al terminar su lectura, su cerebro hizo un cambio muy curioso, la concentración se apoderó de sus ojos y sus manos. Separó las piezas, las pintó pacientemente con pincel (eventualmente se compraría un pequeño aerógrafo) y pinturas koreanas. Una a una, las iba pegando con el pegamento líquido, teniendo especial cuidado en que ni excediera, ni sobrara. Quien le acompañaba en ese momento, había descubierto en él a un modelista preciso. Como si se perdiese y no fuera capaz de recuperarse, el brillo de sus ojos se escondía a la mirada de todos y sólo le pertenecía al beige y al café del Panzer miniatura.

Al terminar el tanque de guerra, lo observó animado. Con su dinero decidió comprarse un nuevo modelo, y más material, un próximo viernes… sin importar cual fuera, o que tan difícil.

Como un horario de oficina, su cuerpo se había acostumbrado a trabajar en los modelos. El hábito –o bien, la disciplina– lo atrapaba de las diez de la noche hasta la una de la mañana. Procuraba no tardar más de una semana con algún modelo. Y si terminaba antes, utilizaba sus horas para admirarlo. Hacía notas de las técnicas que le habían facilitado el trabajo, de los trucos que aprendía, de los colores que mejor le parecían, de como opacar la pintura para hacer del modelo algo más real.

En su vida, era un joven común, muy alegre y un poco idiota para hablar. No sabía de las noticias, ni le interesaba Dostoyevsky lo mismo que Coehlo. De cine, sabía que Mauricio Garcés le hacía reír aún después de muerto y despreciaba el cine americano, a menos que fuera de acción. Tuvo pocas novias en su vida, con todas ellas siempre estuvo deseoso de mirar bajo sus faldas pero no sabía comunicárselos. O más bien, le faltaba malicia… que le sobraba con sus amigos varones, cuando tenía oportunidad de tomarse una cerveza con ellos.

Quienes le conocían de cerca, sabían que su afición por los modelos miniatura cambiaban totalmente su actitud. Era como si abandonara el traje de estúpido, de común. El traje de aquel que jamás será observado. Pero… oh, pero qué tal cuando un modelo armable caía en sus manos… se convertía en un caballero distinguido, dedicado. Adquiría arrugas imaginarias y después, reales. El cabello le brillaría con la luz de las focos y después por la reflexión de las canas. Cada vez se notaba más el olor a pintura en sus dedos. Como si hubiese nacido para ello y solamente eso.

A medida que el joven se convirtió en hombre, tuvo la vida resuelta. Tenía un trabajo, un departamento, una chica. Eso me hace pensar que el modelismo era, en cierta forma, un escape a esa prisión. A la rutina o a la inevitabilidad de jamás vivir una aventura.

Al terminar la universidad, su familia le ofreció un trabajo que le dejaba bien. Trabajaba como administrador de una importadora, que era de la familia. Compraban clavos chinos a centavos, y después vendían a peso los kilos.

La chica con la que se casó y con la que vivía, era una compañera universitaria. Ella era enérgica, vital y dinámica. Trabajaba como asistente de dirección en una productora, cuyo trabajo se enfocaba a los comerciales de televisión. Una mujer detallista, aprensiva y en extremo mandona. Los horarios eran mortales, en días de trabajo ella se iba directo a la cama, dormía una hora, se echaba un regaderazo, si su esposo se encontraba le daba un beso y se iba, con una laptop bajo su brazo.

Aplazaron la boda de miel, porque ella tuvo una campaña de comerciales, para tiendas de autoservicio.

Ella respetaba mucho la afición de su marido, sobre todo por aquella ocasión, en que por error había tirado un Mustang del ’63 que estaba en uno de los muebles en la sala. El pequeño coche se deshizo por completo, en gotas de sangre sólidas.

Miró el rostro de él, totalmente estático y fue cuando ella descubrió que tanto se le iba el brillo de los ojos, porque no podía darle un nombre a la emoción que había provocado el accidente. El enojo, o la desilusión, o la furia, o la indiferencia, o el odio, o el…….. duró un mes entero. Un mes en el cual él no compró un modelo más para armar. Ella intentó disculparse, con mimos, desayunos, experimentando en la cama, gritándole, y sacudiéndole para que él le gritara.

Pero no fue hasta que él la perdono, que la paz regresó a su casa. Ella llegó tarde de trabajar un domingo y al entrar, descubrió que ya no había ninguna miniatura adornando los cuartos, las mesas, los estantes… se sintió desolada, caminó a la habitación de ambos para descubrir que la segunda habitación, que nunca ocupaban, tenía la puerta entreabierta y dejaba escapar algo de luz. Se asomó y descubrió a su marido armando un nuevo modelo. Y las paredes se encontraban forradas de muebles, para que él pudiese poner cuantos quisiera. Uno de ellos ya casi estaba lleno.

No se contuvo, empujó la puerta, entró para abrazar y besar a su marido. Él la miró con la sonrisa amplia de un niño y esa noche, que estaba cansado por la construcción de su cuarto de juguetes, dejó sus modelos para dedicarse a modelar las paredes internas de su esposa. Con una brocha pintó húmedades, y con los dedos opacó la pintura, y con los brazos separaba las piezas, fue el sonido quien le dio un segundo aire, y aquella vez, no durmió hasta bien tarde, porque era el modelo perfecto del cual nunca se cansaba.

El producto de esa noche serían los recuerdos de nueve meses. Los peores en su “carrera” para reconstruir miniaturas. Se le olvidaba comprar materiales indicados, ajustar bien el aerógrafo, incluso, hubo una vez en que se le olvidó comprar el modelo que armaría en la semana. Esa vez aprovechó uno de los antojos de su mujer (¡faltaba helado! ¡faltaba helado en la casa!) y se sintió bendito, cuando descubrió que en aquella tienda les quedaba un modelo para armar. Un n soldado de Vietnam, bastante respetable, sobre todo para aquellos días de stress.

Ella se enojó con él, por la falta de tacto, de atención (¿es qué, eso es más importante que yo?) y el exceso de hormonas. Pero ese enojo se fue cuando él compró un modelo para armar del vientre de una mujer embarazada. En esa ocasión, ella perdió respeto y él perdió reglas. Ella se encerró con él, en sus días de trabajo y lo miró separar piezas, pintar, pegar… hacía preguntas tiernas como–: ¿Así será el nuestro? ¿Así me veré por dentro? ¿Así de grande será mi panza? ¿Se moverá mucho o se quedará quietito como ese?

Él respondía sandeces como–: No lo sé.

Su hijo nació y su vida, lentamente regresó a la rutina. Una nana se encargaba del niño, cuando ella tenía mucho trabajo. Y él, regresaba temprano del oficio administrativo. Hablaba a menudo con su mamá en el teléfono, para aprender a cuidar a su bebé. También hablaba con la nana, se preocupaba por saber cada detalle.

Cuando su esposa tenía al bebé en brazos, sin embargo, ocurría una transformación similar a la de él cuando armaba modelos.

Un domingo de aquellos, un domingo donde se filmaba el comercial para un nuevo coche, él se quedó solo con su hijo. Se contemplaban silenciosamente, el uno al otro. Decidió adelantar el trabajo con un Tiranosaurio que tenía pendiente. Se llevó al niño en brazos, entró a su cuarto de juguetes y lo admiró en silencio. Un sentimiento de angustia y después de calma, se apoderó de él. Finalmente lo comprendía. Los ojos se le enrojecieron –fue tan súbito–, y trató de esbozar una sonrisa.

–He construido todo esto, para que tú lo destruyas… para que tú lo destruyas…