Cuando abrí los ojos, lo vi sentado frente a la computadora con los audífonos puestos. Escuchaba algo de los Fabulosos, o tal vez de Panteón Rococó, porque movía ligeramente los hombros y el cuello. Miré sus labios y las palabras que formaban, se me hacían similares a alguno de esos grupos, me pregunté si era un “Condenadito” o un “Carente”. Me acerqué a él y coloqué una mano sobre su hombro, se lo apreté y lo sentí tan duro que la retiré rápidamente. Era como si… su dureza quemara. Acerqué mi rostro a él, un olor a añejo se desprendía de su cuerpo. Estaba irreconocible, porque sentía que le conocía de hace tiempo… aún sin saber su nombre.

El nombre fue lo que me hizo dudar. Me acerqué una mano al pecho y entreabrí mis labios. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía aquí? ¿Quién… soy? Estaba desnuda, o más bien… no desnuda. Mi cuerpo existía, pero sin expresión de mi sexo. No tenía pezones, no tenía pelos en los brazos o en las piernas o en las axilas, no tenía vagina. Como si me hubieran quitado lo vulgar de la humanidad. Lo que la humanidad desprecia, y también, adora. Sin embargo, conservaba mi propia silueta. Me miré a mi misma y comprendí lo bella que era, tan sólo por tener las curvas redondeadas, las sombras de un cabello largo que parecía cortar el aire. Un arcoiris personal.

Los pecados iluminaron mi propio cuerpo, que cuántas veces había sido tocado y acariciado y mordido y lamido y embestido y profanado y estrujado y girado y doblado y comprimido y uncido y humedecido y marcado y escrito y consagrado. Me sentí divina y puta, una estrella de luz cuyas extremidades proferían una luz oscura. No era nadie más que ello. No estaba dónde, si siempre he existido. Nada que había hacer ahí, si todo estaba constantemente haciéndose. ¿Y aquél ciego cuya solidez me había de/con-struído, quién era?

Olvidé el nombre de las cosas y mi pensamiento se volvió continuo. Es como un constante hablar y no saber lo que dices. Solito se va hilando en espirales genéticas cuyos cuerpos se retuercen en luces y contraluces. Mi cuerpo de luz. Y él me dio lástima, y quise pretender llorarle unas cuantas lágrimas y darle un besito en su naricita. ¿Puede tanta belleza, existir en mi y no mirarla (no mirarla yo, no mirarla él)? ¿O es qué, le soy tan horrible porque no sabe mirar que tan sólo soy? ¿Qué hay tan importante en lo que mira o escucha?

Como saberlo…
como saberlo…

Yo ya soy luz, soy aire, soy suciedad y tristeza. Y ya me voy de aquí, y me voy por tu ventana que no existe pero mis manos dibujan. No me miras y vuelo, no me escuchas y gorgoteo. Sigues ahí, hecho quietud y ensimismamiento. Tus ojos, encerrados en oscuridad no te permiten mirarme siquiera. Y bien que sabrás tu propio nombre, como lo sé yo de memoria, en los rezos nocturnos que hacía por ti. No hay estrella, si soy el universo entero. Pero jamás sabrás el mío, ni te diré de las veces que nos tomamos la mano o que nos reímos con cigarrillos y café, ni tampoco te diré que vimos juntos a tanta gente para señalarle y andar sus pasos, alzando las puntitas, creyéndonos cómicos y carcajeándonos más. En la unidad de todas las cosas, un cielo y un infierno. Y la vida no es reír, también llorar… porque lloré por ti muchas veces y tú, adivino que tú lo hiciste otras tantas. Fuiste tan hombre, que se te deslizaban los mocos por la nariz y apenas sostenías el cigarrito entre tus labios secos, fuiste tan hombre que tus ojos rojos y vidriosos, eran resultado del esmog. Ojitos tristes no miran la luz de la paloma. Ojitos tristes no miran lo siniestro del cuervo. Y siempre me dijiste que eras un inútil, que jamás podrás comprender luces y abismos… y ya me voy, ya me hiciste aire… adiós…