El viejo Lotario tomaba un café y jugaba dominó con el viejo Anselmo y con el viejo Fermín y con el viejo Agustín (que sólo observaba porque sufría de artritis) y con el viejo Ezequías. Tomaban café, con un poquito de licor, y jugaban dominó. Una excusa para fumarse el cigarrito y platicar de los tiempos de antaño, temían que pronto se verían platicando de las bondades que tenía el otro antes de pasar a mejor vida.
El café estaba vacío, de no ser por ellos y una pareja de jovencitos que guardaban una esquina apartada. La mesera les llevaba la dosis de cafeína, sin parar, con su poquito de licor o tal vez menos, o tal vez nada. Ya les conocía, como vecinos, y porque alguna veces les escuchaba hablar o les permitía que le halagaran con las palabras que sólo saben los ancianos.
Cuando la miraban alejarse por el rabillo del ojo, Fermín decía–: Se ha de portar tan linda conmigo, porque ha de pensar que ya no se me para.
–¡Levanten la mano –exclamó alegre Lotario–, los qué piensen que Fermín habla por si mismo!
Todos los viejos, excepto Fermín, levantaron la mano acompañándolo con una estruendosa carcajada y después, siguieron revolviendo el dominó. Agustín, cuan callado era, tan sólo observó como se repartieron las piezas y se fumó su cigarrito cubano, buscando que decir para romper el silencio y después se le olvidó que quería romper el silencio de las piezas de dominó chocantes.
–Es en serio –dijo Fermín, mientras acomodaba sus piezas–, para toda mujer hay una poca selección de hombres seguros a los que no se les para la pistola para asediarles. En esa selección estamos nosotros los viejos porque ya no nos reacciona con el fulgor de antaño. Y estarán los niños, porque ni se preocupan en buscar que hacer con esa cosa que se les levanta misteriosamente. Y los familiares. Por fortuna es mi hermano, ha de pensar la mujer.
–¿Cómo se te ocurre pensar en esas cosas, a esta altura de nuestras vidas Fermín? –preguntó Anselmo
–Así es este cabrón desde siempre –dijo Ezequías, mientras le palmeaba la espalda a Fermín–. Lo conozco desde críos y nada más se dedicaba a pasear las miradas a las faldas y desterrar a la mujer que no hiciera caso de sus halagos y fingidos juramentos de amor, con tal de tocarle un muslito o una piernita. Una pechuguita aunque sea.
–Eso es el mundo –dijo Fermín–, una pollería. Y la mujer: el pollito que todos queremos.
Carcajearon los presentes.
–¿Qué se hacen? Si llegando a sus casas van a cerrar el piquito y se acurrucarán en sus mujeres como perros recién nacidos –dijo Lotario sonriente–. Nadie quiere cambiar el calor de la cama que tiene ya años en sus haberes por el poco calor que brinda una mujer tiernita. ¿Quién quiere jugar a la reconquista, con los huesos viejos y dientes postizos, con un pollito que apenas pía y pía?
Se miraron un rato meditabundos y después, todos alzaron la mano para carcajearse de nuevo. La mesera los vio desde lejos con una sonrisa de complicidad manchando sus labios. Se prendieron nuevos cigarros, se sacó una mula de seis y se continuó el dominó con tranquilidad.
–Pero en serio… les voy a contar algo –dijo Fermín–, que nunca he contado a nadie por temor a que no me crean y bueno, ya a mi edad, me importa poco mi credibilidad, a menos que logre ser famoso de aquí a unos tres días y ni aún así, porque… ¿de qué me serviría la fama a estos años?. Y contando esto, antes de que me encierren en una tumba donde mis huesos se pudran, me sentiré un poco más tranquilo y un poco más orgulloso de haber vivido plenamente, sin afán de buscar admiración o su desprecio.
–Anda… –dijo Agustín–, ¿qué confesión puede ser tan terrible para que hagas un discurso tan lúgubre, tan solemne?
–Que ya no se le para –dijo Ezequías en voz baja. Lotario soltó la carcajada.
–¡Déjenlo que cuente, hombre! –exclamó Anselmo, sonriente. Hicieron caso y observaron con atención a Fermín, quien estaba viendo su dominó paciente.
–Ya que el Licenciado Anselmo, aquí presente, me ha dado permiso de continuar mi relato… he de hacerlo sin dilaciones. Hará hace cuarenta años, cuando yo era joven y mi cuerpo estético (más de lo que está ahora, arrugado y vencido, bien madurito), estaba en una reunión de amigos, bebiendo soda y bailando. Ya saben, en ese tiempo las noches se ofrecían para la imaginación. Se jugaba con lo prohibido, mas no se tocaba. Uno podía estar horas presumiendo de lo que no había hecho y los oyentes, sencillamente asentían por la sensación de escuchar algo que hubieran querido hacer, disparar su imaginación a lo intocable. ¿Entienden a lo que me refiero? En ese entonces uno hablaba, mas no mordía y si se mordía, no se pregonaba. Nuestra imaginación, nuestras vivencias, eran un coqueteo, no un estilo de vida. En mi caso así era y quiero pensar que así fue el caso de muchos de ustedes. Sin embargo, ya me fui muy arriba tratando de englobar con necias palabras, generalizando abiertamente, lo que toda una generación significó para nuestras juventudes. En esa fiesta, había un amigo mío al que le decíamos Farías, tocaba la guitarra mientras su novia de aquel entonces, entonaba una canción. Era algo despacito, digno de escucharse. Estábamos sentados en sillones, colchas. Nos encontrábamos amodorrados por la noche y por la canción. No nos dignábamos a interrumpir a Farías, ni a la mujer de Farías. Tan sólo escuchábamos silenciosos, porque de veras disfrutábamos la canción… y que a nadie se le ocurriera conversar o estornudar, a menos que buscara una mirada desaprobadora del grupo. En esa fiesta, no podía despegar la mirada de la hermana de Farías: Yunuén. Se había criado en España, gracias a unos tíos lejanos que tenía. Era una morena clara, de facciones esculpidas a la perfección. Una muñequita de hermosura incomparable. Poseía manos delicadas, ojos negros y absolutos, un cuerpo muy delgado… que no hablaba de pecados, pero si hablaba de moldear el barro. ¿Me entienden? No sonreía, se mantenía en extremo seria. En algún momento, varios de mis amigos intentaron platicar con ella o robarle un baile, pero ella se mantenía pasiva ante sus ofertas y esa misma noche aprendimos lo que otros hombres cercanos a ella aprendieron hasta muchos años más tarde: no había manera de tocarle el alma y cuidado si se dignaba a mirarte, que probablemente esa mirada te alejaba más de lo que te acercaba.
–Una fierecilla… –dijo Lotario.
–…indomable –agregó Anselmo.
–Mujeres así de hermosas nos han tocado a todos, Fermín –dijo Ezequías.
Fermín sacó un chocolate del bolsillo de su camisa y se lo empezó a comer. Lo observaron y olvidaron el juego, estaban encantados escuchándole hablar de mujeres porque siempre había sido él quien más historias tenía en sus manos, sin embargo, en el tiempo que llevaban reuniéndose, nunca había hablado de una mujer tan impactante como la había descrito. Nadie notó que le temblaban un poco las manos.
–La observé toda la noche y si mis palabras le hicieron justicia, ustedes habrán entendido y de haber estado en mi lugar, hubieran hecho lo mismo. No podía despegar la mirada de sus movimientos, de sus ademanes, de sus labios cerrados y tan fríos, como sus miradas y la punta de sus dedos. Más de una vez, se habrán cruzado nuestros ojos pero no quise hilar ninguna cadena para liberar al lobo; tan pronto me miraba, tan pronto me volteaba o fingía un estornudo. Farías, buen amigo mío, presintió o notó el juego que llevaba perdido. Cuando terminó la canción y se reanudaron las conversaciones, los chistes y las risas, Farías se me acercó y me contó de ella, y fue demasiado tarde cuando miré que la llamaba y ella se acercaba para presentármela. Señores, no miento que fueron los pasos más lentos, más deliciosos y tormentosos, que mis sentidos alguna vez hicieron suyos. Su nombre era Yunuén y el mío, Fermín. Hizo una leve mueca de burla al escuchar el mío y Farías, que es tan sociable como yo, inició la charla buscándonos puntos en común. Empezamos hablando de nombres, de apellidos y escudos españoles, hablamos de la música y el clima, y no se diga que reímos de chistes blandos, blancos… y hablamos de la guitarra de Farías, quien por casualidad ya no se encontraba con nosotros. Miraba a la mujer fría, que lentamente se iba derritiendo y ya no tenía palabras medidas con que aburrirla… así que ya me conocen, se me salió la familiaridad de siempre, como al osito Bimbo, y empezamos a chacharear, y a reír, y tuve mucha suerte, porque también a bailar. Señores, esa fue la noche de mis noches y daba por terminado lo iniciado, tan sólo haber estado una noche con aquella mujer entre risas y guitarras, pensaba en irme a casa.
–¿Eso es todo? –preguntó Lotario–. ¿Por eso te enorgulleces, viejo mentecato?
–¿A chingá, a qué horas dije “The End”? –preguntó Fermín y los demás se carcajearon–. No, mis buenos señores, no. Esa noche terminó muy despacio, muy lento y a continuación les voy a explicar por qué.
–¿Hubo sexo? –preguntó Agustín.
–¡No, carajo, no! –exclamó Fermín–, o no lo sé… no podría explicarlo. Esa noche, después de llevarnos tan bien, de complementarnos de una manera tan natural… ¿cómo explicarlo? No sé si fue un impulso que se trajo de España, o no sé si fueron los lunares en mi cara. ¿Por qué mis lunares? Porque me hicieron la proposición más curiosa que me han hecho en mi vida: Esta mujer se sintió tan familiar conmigo que me preguntó si le daba permiso de contarme los lunares del cuerpo, que quería contármelos de pies a cabeza, que deseaba numerarlos y darle a cada uno un nombre.
Silencio solemne.
–¿Y…?
–Nos fuimos a un hotel y me los contó: cuarenta y ocho lunares. Ahora si, “The End”.
Silencio incrédulo.
–A ver, a ver… ¿y no hiciste nada con ella? –preguntó Lotario.
–Nada.
–¿Te desnudaste?
–Dijo que los de todo el cuerpo, así que si… me desnudé, me tiré en una cama, primero boca abajo y después boca arriba y nos quedamos dormidos. Tres lunares en los gluteos. Al día siguiente nos despedimos y unos días más tarde, nos volvimos a ver, para tomar café y platicar. Al final, ella regresó a España y jamás la volví a ver.
Silencio incómodo.
Y después una carcajada general, después de burlarse del viejo Fermín, la charla regresó al dominó y a eso de contar a siete. Fermín medio sonrió y le cedió a Agustín, con todo y artritis, su lugar. Señaló su reloj y argumentó que debía irse, que ya había sido mucho por aquel día. Lo dejaron partir y lo citaron para dos días después, donde más dominó, más café y más burlas de sus lunares le esperaban. Fermín les guiñó un ojo, salió y tomó un taxi, mirando a través de la ventana como el día se bebía la noche y el color de piel mudaba, y así los recuerdos de Fermín lo transportaron a aquel cuarto de hotel, donde al entrar se tomaron el agua, mirándose él y Yunuén en silencio, los labios de ambos temblaban y sus cuellos giraban, como rehiletes de vientos repentinos, de esos que empiezan y terminan, como si nunca hubieran existido. Fue cuando él se quitó la camisa, después los pantalones y al ver la mirada fría de aquella mujer, se atrevió a retarla quitándose la ropa interior y los calcetines. No se supo quien perdió aquella apuesta, por la resolución tan extraña que habían tomado ambos.
Y eso de que se acostó en la cama, jamás fue cierto, porque no hubo tiempo de hacerlo. Él se quedó de pie y a sus espaldas, sintió la punta de los dedos que había creído fríos en diversas partes de su cuerpo, empezando en su nuca y terminando en sus tobillos. La voz de ella le recorrió a números, contados suavemente, con una ternura que sólo conocería en sus hijos años más tarde. Uno… dos… tres… para eso me enseñaron a contar en la primaria, ha de haber pensado Yunuén. Y los dedos que jugaban a saltar de uno a otro punto, como los griegos imaginando los mitos en las estrellas. Una araña patona que marcaba delgados hilos entre uno y otro, una sensación que no se le terminaba. Cuando ella tomó el frente, fue más difícil todavía, porque miraba los ojos de Yunuén, ardiendo un poquito dentro de la frialdad que se le presentó en un inicio. Fermín se maravilló del número de lunares que tenía en los brazos, en el pecho y en los muslos grandes, heredados de una genética familiar. Veintiseis, veintisiete… horas tuviera el día, para que ella siguiera contando. Y cuarenta y tres, había sido el supuesto último. Pero ella no se sintió satisfecha, porque entre los cabellos, le dijo, había unos más aún escondidos y apartando los cabellos de la cabeza, de las axilas y del pubis, encontró los otro cinco lunares restantes…
–Señor –dijo el taxista, quien despertó a Fermín de su sueño–, ya llegamos. Son veinticinco pesos. Y tiene una mancha de chocolate en la barbilla.
Fermín parpadeó, entregó el dinero y se bajó del coche, caminó hacia su casa despacio y se acarició la barbilla…
–De haber tenido chocolate… –pensó medio triste, medio sonriente.