Se llama Kayla y cada que camino al Seven Eleven para comprar cigarrillos a las dos, o tres, de la mañana. La miro pegada contra la ventana. Suele estar desnuda o en camisón, suele tener la boca abierta y las manos blancas contra el cristal. También suele tener los ojos cerrados y sombras se mueven detrás de ella, como si fueran alas negras, escondidas en la oscuridad de su habitación. Creo que uno de tantos días, ella me descubrió, presiento (o quiero creer), mientras yo miraba el ritual. La altura, el tercer piso del edificio Narvarte, la hace verse más grande de lo que verdaderamente es. Un día esperé durante media hora, mirando como el cabello le escondía el rostro, como el cabello se balanceaba para ella comérselo… esperé esa media hora, para que ella apartara el cabello y pudiera verme, observándole, interrumpiéndole la intimidad. Creo que un día si lo hizo, cuando una tercera mano le apareció jalándole un poco el hombro y ella tuvo que alzar la mirada. Creo que sus ojos brillaron cuando me miró y me sonrió, débilmente, y quiero creer que Kayla tuvo el orgasmo más dulce cuando lo hizo. No me mal interpreten, no estoy enamorado de Kayla, después de todo, yo tengo una pareja de la que ya estoy enamorado, a 900 kilómetros, pero es mi pareja.
Finalmente, Kayla esta más lejos de lo que Duveth podría estar, en ese tercer piso, a dos cuadras de la casa, con las sombras que a veces empañan el vidrio que borra su rostro y , su piel desnuda, a medida que transcurren los minutos o la noche o el camino para ir por mis cigarrillos. No siempre la encuentro, digo, para mi voyerista interno eso sería una bendición. Pero sucede con la frecuencia necesaria para sentirme contento de ser un testigo. Ese es el amor, puede ser, que le tengo a Kayla: poder observarla en ocasiones, alimentar mis ojos con ella.
Nunca me la he encontrado en mis paseos por la Narvarte. Pero si me la encontré hace unos días, caminando hacia el área de teatros de la UNAM. El corazón se me aceleró cuando miré su cabello negro, a los hombros, despidiendo un aroma a shampoo, o champú. Esa palabrita, si supieran cuántas veces la evito con tal de no escribirla. En fin, ella estaba caminando frente a mí y me acerqué a ella, sin hablarle, porque soy tímido. Encontré con la mirada una lista de calificaciones y eso me permitió estar cerca de ella y escucharla hablar. Su voz me decepcionó un poco, es lo único que le quitaría a Kayla. Así, hablando, me enteré de que ella era profesora, de su nombre y mirándola fue como hice un cálculo de su edad. El tercer piso, el vidrio empañado, la rejuvenecían. Ella debía tener veintiséis, veintisiete años.
Se le acercó un hombre y bueno, la intuición, el beso que se dieron y un apretón de nalgas, me dijeron que él debía ser la tercera mano que aparece, sin razón aparente, en el hombro de Kayla. La mano se llamaba Jano. Me sonreí y me encogí de hombros, una incógnita más resuelta. Me alejé de Kayla, no sin antes mirar atrás. El hombre era apuesto, tenía una sonrisa agradable al menos. No es que estuviera celoso de él, no podría estarlo… al contrario, me sentía, curiosamente, superior. Después de todo, yo conocía el rostro de Kayla en el momento más importante de la noche, cuando no la miraba.
Si Jano supiera cuán inspiradora es esa mujer, pero vaya, que eso no es de mi incumbencia… mejor me voy a dormir.