LET us go then, you and I,
When the evening is spread out against the sky
Like a patient etherised upon a table;
Let us go, through certain half-deserted streets,

The muttering retreats
Of restless nights in one-night cheap hotels
And sawdust restaurants with oyster-shells:
Streets that follow like a tedious argument
Of insidious intent
To lead you to an overwhelming question …
Oh, do not ask, “What is it?”
Let us go and make our visit.

The Love Song of J. Alfred Prufrock, T. S. Eliot.

Lo hemos hecho un par de veces, aprovechando nuestra condición y nuestros kilómetros de distancia, de viajero frecuente en los autobuses de oriente. A veces pregunto si no nos estaremos deshumanizando, si no nos estaremos convirtiéndonos en máquinas. Otras veces, me pregunto si no será al revés, si no le estaremos dando algo de humanidad al código binario. ¿Quién lo sabe realmente? Mi fatalismo frecuente no habla bien de ello, pero cuando vivo el presente, cuando mis personas están en tregua, no existe visión más hermosa que el de tus sábanas y el resultado del enigma que provocan tus sombras, tu cuarto oscuro, la noche en tu velo.

Cuándo vivía en casa, en una habitación que llamaba mía, te dejaba la cámara prendida hasta que irrumpiera el amanecer. De igual manera, a veces me permitías verte, escondiéndote entre las sábanas y relajando tu respiración, hasta que sólo se miraba la oscuridad y la silueta de tus labios, como un borrón amarillo maullando entre oscuridades –resoplando despacio–, durmiendo tranquilos sin un beso de medianoche que pudiera quebrar tu sueño. Cuando estábamos tan lejos, ese era uno de nuestros consuelos preferidos, ¿recuerdas? Nos admirábamos, como adultos jugando a niños enamorados, en nuestro momento más vulnerable, en dónde nadie nos guarda y nos cuida, en dónde una llorona esta lista para jalar los pies y las sirenas inundan con su aullido las calles, llevándose a descansar a los marineros más valientes, más estúpidos, de la ciudad.

Hoy te vi mientras dormías. Te movías como un niño inquieto buscando la aprobación de Morfeo. Incluso, la empatía sintió un par de patadas y te sonreí, sin que lo notaras. Un espectador mudo, un hombre que mira los infomerciales a las tres de la mañana, un niño solitario leyendo bajo las sábanas agotando las pilas de su lámpara. Y tú dormías, soñabas con céfiros, o con roble blancos, o con un sabor salado –después del movimiento– entre los labios. Soñabas conmigo, o con algún extraño que no conozco, o con Dios disfrazado de pirata. Y yo te miraba, tan enamorado de ti como cuando te buscaba en el día, mientras hablaba, mientras escuchaba música, mientras hacía bromas…

Vámonos entonces, tú y yo, a una noche de juerga mi amor, a conocer los restaurantes que nos hemos prometido, a jugar que hemos estado juntos desde siempre y que toda rutina es para romper las viejas rutinas. Vámonos entonces, tú y yo, mi amor… a dormir, cada uno a su cama, uniéndonos por esos pixeles acostumbrados a nosotros, a nuestras locuras, a nuestra distancia, a nuestra sed de mirar nuestras sombras, en la misma noche que nos une, pero en su espacio tan aparte. A soñar con otros, con un oso atroz, con nosotros, con Satán disfrazado de monaguillo, con los besos contados que nos hemos dado, con los caminos que vemos a través de la ventana cada vez que negamos los cables y reunimos los brazos.