Puedo contarte la historia de Salcedo de dos maneras: la amorosa y la lujuriosa. Si es que te cuento la lujuriosa, mi querido amigo, es porque ahora soy un cacto y ni un mililitro de amor humano corre por mi cuerpo. Puedo entenderlo, si, porque fui humano y porque estoy en contacto con el mundo natural. Sin embargo, también puedo entender que muchas de las pasiones humanas, aunque naturales, se deben a un desbalance, una psicosis personal que cada ser humano tiene (y, no te rías, pero esta psicosis actua de manera similar en todos ustedes). Puedo contarte, por ejemplo, que si los árboles no se han levantado para matarse los unos a los otros por sus vastas diferencias clasificadas en un científico reino vegetal, es porque no se creen lo más importante en el universo, no luchan por ser lo mejor en el universo, y saben, de antemano, que tienen un justo lugar que la naturaleza les regaló. Cumplen una misión fotosintética y nada más. Sin embargo, los humanos para reclamar sus espacios se tienen que matar unos a otros, o porque no entienden su lugar en la tierra y la suya es siempre una lucha de identidades (pereza… pereza…) o sea por un desbalance hormonal que se adapta a la pequeña contradicción natural, lo que Natura o Gaia o el Padre de Cristo no previno cuando dio el libre albedrío. Así que por estos motivos, no puedo contarte del amor que le tengo a Salcedo, puedo tratar de describirte el amor que le tuve y puedo comprender que la lujuria provocada por ella en el primer momento que le vi fue parte de mi lugar en el mundo natural, porque lo único de lo que puedo enorgullecerme es que mi cuerpo escogió a una hembra adecuada para procrear la especie y … no me mires así, si me divertí, me entretuve, la amé hasta que morí e hice tratos con el diablo, pero vamos… eso ya quedó en el pasado y me siento afortunado de poder comprenderlo ahora.

Esa noche que la vi en el bar, con la falda corta y el top, lo primero que pensé lo putísima y deseable que era esa mujer. ¿Qué? ¿No se trata de ser honesto? No me mires así. Salcedo conjuntaba de manera misteriosa todas las aptitudes perversas que me gustaban de una mujer y aparte, era bonita y lista, asi que, ¿por qué debo mentirte? Amé su putez, amé su cara de mosca muerta cada que le pedía una mamada, amé como contoneaba las caderas cuando me decía: “Me duele tantito”, pero bien que empujaba contra mi pubis. Vulgaridades humanas. Esa noche que la vi en el bar, bebiéndose una copa con otro tipo, no suspiré derrotado en ningún momento. Al contrario, al tener la capacidad de evocar todos esos recuerdos que tendría en un futuro, esos que todavía no sucedían (ja, memorias del futuro, ¿qué tal?) lo primero que hice fue darle un beso y le pregunté quien era su amigo. La primera sonrisa de Salcedo, fue la más bella y cuando me respondió: “Nadie mi amor, un caballero que me invitó algo de tomar en lo que venías a acompañarme”, confirmé toda sospecha. Salcedo la puta. Si tuviera vientre ahorita estaría retorciéndose de excitación y de dolor por la pérdida, por la sonrisa que se fue. Pero ya no lo tengo, y lo menos que me puede importar es contarte lo que pasó después: que si bailamos, que si bebimos, que si reímos, que esa noche cogimos como animales en vías de extinción y que las noches subsecuentes, y algunos días también, seguimos cumpliendo el orden natural de las cosas. Que por la histeria, o la neurosis, o la compulsión por la identidad nos obligó a contarnos nuestras vidas, hasta ahora entiendo que salió sobrando. Y es por ambas cosas que puedo perdonarla, y odiarle tanto.

Esa misma noche entramos a su habitación, sin ningún remordimiento la empujé contra la pared y empecé a morderle las orejitas, entonces me pareció Salcedo, la Gran Perra, porque jadeaba sin cesar. Si mal no recuerdo hasta le pedí que ladrara y ella lo hizo. Me dio mi falsa sensación de poder, ¿qué te puedo decir? En la lucha de poderes siempre es bajar tantito para después aplastar, ¿no es así? Le mordí las orejas, le dije que ladrara y que moviera la cola como perra en celo y eso hizo. Le jalé las bragas hasta rompérselas, me quité el cinturón y se lo puse en el cuello. ¿Y sabes qué hizo? Siguió ladrando pues, hasta cometí la indiscreción de jalárselo un par de veces y ella sólo volteaba a mirarme entre extrañada y fascinada, jadeando y húmeda, porque la humedad le chorreaba entre las piernas. Ahora que soy cacto, te puedo decir esa humedad si me da sed. Así la tuve a ella contra la pared, a Salcedo la Mascota, y todavía me rogó, con las orejitas levantadas y la cola moviéndose de contento que le pusiera un nombre de perra, que le pusiera un nombre que pudiésemos usar todas las noches en la cama, porque haz de saber que esa noche no sólo obedecía a Natura, no señor, según la humanidad estaba firmando un contrato. En el momento que le metí la puntita, luego más, y que le clavé los dientes en el hombro, y que le jalé el cinturón a la perra cada que se revelaba, estaba también firmando mi sentencia amorosa. Como dueño de la perra tendría que darle sus croquetas todos los días, y llevarla al veterinario, y amarle profundamente por ser el mejor amigo del hombre. ¿Qué, no es así? Y también estaba previsto que le pondría una casa con su nombre, y un plato con su nombre, y un collar con su nombre. Cada que se la metía más adentro y que me decía: “Me duele bruto, ARF ARF” tendría que compartir mi sillón para que durmiera en mi regazo y que cuando no estuviera en casa, se comería las plantas y mordería los muebles de madera. Como dueño de la perra, o como la perra de su dueño, en ese momento de gran intensidad, de compartir una perversión adorable, me di cuenta que amaba profundamente a esa mujer, que me ocuparía de ella por toda la vida y que aprendería todas sus obsesiones simplemente por el mero hecho de estar junto a ella.

Así supe, por ejemplo, que a Espinas (su nombre de perra) le fascinaba tomarse fotos de las caderas para saberse delgada y que era cruel con la gente en público. También le gustaba comprar de dos en dos en el super solamente para asegurarse, que era intolerante a la lactosa y que no le gustaba la pasta. A Espinas, la Perra Dócil, le gustaba escuchar Pink Floyd algunos fines de semana y me platicaba de Syd Barret tanto que me daban celos. Seguro ahora estará llorándole. A Salcedo le gustaba su casa extremadamente limpia, ordenaba los libros que le regaló su padre por colores. Y Salcedo a veces lloraba, la pobre, después de que me la cogía, después de que se la metía por detrás. Se abrazaba a mí, llorando, pidiéndome que no le dejara nunca, que sería una perrita fiel. Y en sueños, Salcedo, la putísima Magdalena, todavía lloraba por un hijo que había perdido cuando su ex-marido le obligó a abortar y yo solamente podía rascarle detrás de las orejas y decirle “buena niña, buena niña, ya… ya… ya pasó, ya…” y le cantaba una canción de cuna… imagínate yo, cantando canciones de cuna, soportando órdenes enfermizos, soportando obsesiones estúpidas, imagínate yo…

Pero no todo puede durar. Salcedo es importante en mi historia, en lo que soy actualmente (Bob [el cacto]), pero no es lo único. La próxima vez te contaré un poco de mí, antes de Salcedo…

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