Hoy Bob (mi cacto) escupió un hueso blanco, sin sombras, sin restos de carne, un hueso más grande que él e insisto, tan blanco como la luna, lunota. Como yo no soy huesólogo (puaft), no pude atinar si era de humano, de perro o de tierno gatito. Me miró con unas ojeras y unas espinas un poco pálidas, jadeó un poco y después, se recargó en la campana de cd’s. Se frotó unas espinas contra otras, como si aplaudiera, suspiró y después me volvió a mirar, directo a los ojos.
–Indigestión –explicó, como si yo le hubiese preguntado–, no vuelvo a alimentarme de otra cosa que no sea agua.
Asentí lentamente y después evité su mirada. Al mirar ese hueso blanco, tan blanco como la luna, lunota, un sinfín de recuerdos llegaron a mi memoria, y así fue como recordé aquel triste episodio de mi infancia, leído en algún libro o en algún blog, ¡otro de esos recuerdos difusos donde la línea entre una cosa y otra, entre una mesa y una silla, entre un cd de música y un dvd pirata, se pierde!–: “Desde que los conejos industrializaron a mis padres, para protegerse en el invierno con el abrigo de sus pieles curtidas, vengo notando en mí un desconcierto creciente ante las cosas de la vida, que antes me habían parecido tan sencillas y lógicas.”