Munch. Munch. Munch.
Bob, salió de paseo el fin de semana, al centro comercial Santa Fé (Una plaza nice más, una plaza nice menos, ¿qué más da?) y caminó entre hordas de familias, de carriolas, de ancianos que le hacían mal al estómago. Nadie se molestó en prestarle atención a un cacto que brincaba y hacía ruido, como una maraca, cada que saltaba con su pecera y las piedritas se sometían a la ley de gravedad. Tal vez una anciana habría de verlo, y pensó una de dos cosas, en la juventud tan alborotada de nuestro tiempo o en que pronto se avecinaría su descanso eterno. ¿Y Bob? Paseaba, nada más, mirando televisores de plasma y memory sticks para cámaras fotográficas. Un lente para cámara fotográfica de cincuenta mil pesos le llamó la atención y después encogió las espinas, siguió saltando, mientras fumaba un cigarrito porque no le alcanzaba para el puro.
Una rubia, con pantalones rojos ajustados, sola en el mundo, se cruzó en el camino del cacto y fue como si le hubiesen lastimado los restos de un rayo. Volteó a mirarla demasiado tarde, porque ella ya no estaba… había desaparecido, como en las películas, como aquella rubia de los recuerdos difusos. Y se quedó quieto, con el tumulto de gente que pasaba y le ignoraba. Tiró el cigarrillo y lo aplastó con su maceta.
–Mamá, quiero cajita feliz.
Bob suspiró triste y miró al niño de tres o cuatro años que jalaba la manga del suéter de su madre.
–Mamá, quiero cajita feliz.
–Ahorita vamos –la madre acarició brevemente a su hijo en la cabeza–, ahora espérame aquí, en lo que veo los precios.
–Cajita feliz.
–Espérame tantito, no tardo.
Bob se acercó al niño y el niño miró al cacto.
–¿Eres un juguete?
–No, soy muy peligroso –respondió el cacto, se acercó un poco al niño–, y pico, ten mucho cuidado. ¿Tú mamá no te enseñó a no hablar con extraños?
–Si, pero tú eres una planta, así que esta bien –dijo el niño y se sentó en el piso.
El cacto asintió lentamente, saltó a un lado del niño y ambos esperaron sentados un rato.
–Me llamo…
–No me digas como te llamas –dijo el cacto–, no socializo con mi comida.
–¿Me vas a…
Y el cacto, abrió una fisura en su tallo verde –tan verde como Villahermosa en primavera–, se estiró como una serpiente y se tragó al niño. Después, un poco más lento, se fue saltando a la salida más cercana y así, como saltaba, se fue hasta la Narvarte, llegando primero a la estación de metro observatorio, paseando por el periférico, y eligiendo el camino de viaducto. Saltó la comida, tranquilamente, con la brisa nocturna despeinándole las espinas. En el camino, no se sabe exactamente donde, un gato pardo empezó a seguirlo, fascinado.
–¿Qué pasó mishons? –le preguntó el cacto de cariño–. Tienes suerte, vengo llenito.
Maullido y el cacto siguió su camino tranquilo, hasta llegar a Xola y Cuahutemoc, y siguió saltando, un poco más allá, con el gato siguiéndole. Fue cuando llegó a la calle de Xochicalco que se tomó un respiro, el gato se acercó a olerle y le observó con unos ojos amarillos, cuales brillaban intensamente.
–Debería adoptarte –empezó Bob–, porque unos cuervos me persiguen. Así, tu naturaleza gatuna los ahuyentaría. Que bueno… ellos son un chingo y tú nada más uno… pero algo deberías poder hacer, ya sabes, instinto de cazador, garras de depredador y toda esa parafernalia que te rodea, con siglos de antigüedad. ¿Te gusta Frisky de nombre?
Maullido. El gato se sintió confianzudo y se acostó a un lado de Bob.
–Además, así comerías pata de cuervo, pechuga de cuervo, quesadillas de sesos de cuervo. Te harías un gato bastante fuertecito, tan grande como un tigre, si… ya te imagino. Serías un buen gato –Y Bob se calló unos segundos, bostezó, miró al gato y suspiró–. Bueno… con la caminata hice espacio para el postre. Un gusto conocerte Frisky.
Bob abrió la boca, hubo un maullido desesperado y después solamente se escuchó, junto con el ruido de los coches, un munchy munchy tropical en las espinas de verano.