A mi mujer le gusta sentirse deseada.

A tu mujer también.

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Porque a mis mujeres, que son una de esas cosas a las que mi educación me enseñó a respetar, no sólo viven de cariñitos, mimos, comprarles cosas. Viven de deseo, uno espiritual o uno carnal. Es justo decir que mi búsqueda por mujeres se ha basado en ese criterio, en el criterio de que sean mujeres que aún envejeciendo, esten hirviendo por dentro, que posean una pasión, un tercer ojo mirando constantemente a lo que ellas aman. No me gustan las mujeres que se callan, no me gusta las que gritan en exceso, me gustan las mujeres de sonrisas discretas, que de un momento a otro rompen la moralina social con una mirada sencilla. Me gustan las mujeres que usan la doble moral como una herramienta, no como un estilo de vida. Las que no se engañan, las que pueden moverse por delante del flujo, del mar de gente. Es pendejo el que dice que le gustan las mujeres inteligentes, muy pendejo, porque entonces se deja guiar por las mujeres que dicen que lo son y no se dan cuenta, no escucha la conversación de una mujer que no necesita decir cuan inteligente es. Una mujer que seguramente lo podría usar en cualquier momento, que podría desecharlo y podría decirle adiós, unos kilómetros más adelante, mientras le toma la mano a un tipo como yo.

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Hace rato, en la azotehuela, dónde me fumé un cigarrillo (y no lo volveré a hacer, porque el humo de cigarro, la corriente de aire, se impregna en las recamaras, chin) miré a la fauna. Bob, quien descansa encima de la secadora, también observa las telarañas que recorren todas las esquinas. Telarañas enormes, de meses de edad, grises por el polvo que recogen. Una mosca ingenua volaba alrededor, Bob hizo una mueca de asco y le aventó a la mosca un par de espinas, a ver si con ello dejaba de zumbar… lamentablemente, le atinó a uno de los dedos que sostenía el cigarrillo. Lo miré con los ojos entrecerrados y él se encogió de espinas.

–De veras lo siento, dejaré de jugar –sonrió el cacto.

Miramos a la mosca otro rato, hasta que le pegó a una de las telarañas y sonreí triunfal. Esperaba el momento ansioso, después de que había volado varias veces tan cercano a ella. Era su final, seguro que si. La mosca se movió torpemente y la telaraña, al vibrar, hizo que su tejedora apareciera ansiosa para atrapar su presa. Sin embargo, la mosca se liberó rápidamente y continuó su vuelo. Bob chasqueó las espinas y yo alcé los ojos decepcionado.

–¿No se supone que esas chingaderas caen facilmente? –le pregunté a Bob.

–Ya vimos que no.

–Pobre araña, morirá de hambre.

–Igual y la telaraña también sirve para cansar a su presa.

–Igual y si… nunca he visto el inicio del proceso, ¿sabes? Siempre he tenido morbo por ver como cae algún insecto y ver como la araña se acerca para cubrirla y crunchy crunchy. He visto ya cuando esta cubierto, ya las partes finales, las menos divertidas, pero siempre he querido ver como empieza el pedo.

–Supongo.

–No supongas, así es.

–Así es, entonces.

–Si.

–Definitivamente.

Asentí y se me desaparecieron la mosca y la araña. Me quedé un rato en silencio, miré el estacionamiento de la vieja unidad, la unidad del colgado, donde no pasa nada o pasa poco, o sólo pasa en las noches, adentro de sus departamentos, donde a veces dejan escapar los gritos de enojo o erotismo. O sabe Dios qué… aquí no pasa nada.