Cuando todo era menos consumible, superfluo, cuando el amor no se producía, no sé… en comerciales de treinta segundos. Cuando la muerte no se guardaba en “diamantes”, o en aire dentro de una botellita. Cuando la música duraba más de cuatro minutos sin volverse monótona. Cuando los clichés de una comedia romántica duraban, tan sólo, noventa minutos. Cuando la pintura se preocupaban por una forma, una estética, donde consistía en quebrar a detallitos el rigor académico, buscando una identidad propia y no se pretendía que con minimalismo, un gran espacio en blanco, se vendiera al receptor su propia imaginación, que se le obligara a sentir un algo, al admirarlo. Cuando era poesía, en vez de momentos fotográficos, de pixeles desgastados en memorias portátiles. Antes de todo ello había una sustancia.

Yo también estoy convencido en el tedio que significa todo aquello de larga duración, que ya son pocas las cosas que deseo nunca terminen. Y si trato de identificar alguna de ellas, se me escapan las letras de su nombre. Solamente sé que son pocas y que llegarán, disfruta lo que va llegando y lo demás al ahí se va. Me agrada la espontaneidad –de tanto que me la han vendido–, algo que quiebre un orden ya establecido y estallen las carcajadas, o los gritos, emociones de segundos, o minutos (no más de diez). Ya es mucho lo que dura lo que te fumas en un cigarrillo. En una discusión, espero a que el otro empiece, que desarrolle argumentos de panfleto, argumentos breves ingeniosamente concatenados, pintados de sustancia y prefiero no responder, porque sé que formaré parte de un mismo diálogo. Un sitcom, a veces un drama. ¿Qué sustancia es la que busco?

¿Antes había alguna sustancia? Pienso que si, debe seguir existiendo. Pienso que hay algunas cosas que no puedo observar, por mi educación noventera, por mis ganas de consumir en breve. Hay cosas que no puedo ver, o analizar. Todo aquello que me produce preguntas, todo aquello que me descubre mi propio vocabulario deficiente, me dice que hay sustancia. Escondido en lo light, en el splenda, en el hedonismo renacido, en los mensajes de ochenta y nueve centavos, en los tonos polifónicos, en las minifaldas de los antros, en los blogs y la publicidad de Alazraki, también debe haber alguna sustancia. Dentro de esas discusiones inútiles, en los rostros acalorados de gente que defiende lo mismo, vaga alguna sustancia. Un aire fino, una telaraña, que envuelve a todos los seres y los mueve, los obliga, les urge a sentirla.

¿Cómo se halla la sustancia? ¿Escribiendo? ¿Trabajando detrás de un cubículo? ¿En alguna religión? ¿Comprándote un perro para llenar los espacios vacíos? ¿Admirando la naturaleza? ¿En un hijo? ¿Acariciándote entre las piernas? En el sexo, si, en el sexo hay muchas sustancias. Torrentes sustanciales. En cualquier actividad, alimentamos algo, se dice, si nos vemos receptivos a alimentarnos. Algunos resuelven su rompecabezas en sus hijos y ahí, ¿será?, empiezan a resolver su enigma. Otros, ¿será?, en sus mascotas. Y eso que crece, con las actividades realizadas, ¿es la sustancia? ¿O con ella deshacemos el hilo fino que la teje?