Si trato de acordarme de aquella ocasión en que mi abuela me llevó con Narayanath, lo único que puedo visualizar aparte de la pelota roja de goma, es su departamento en el centro, que a mis cuatro años me parecía tan grande como el interior de un templo, y cada que lo recuerdo, regreso a las enormes paredes forradas de libros y las columnas de periódicos, interminables, apilándose una detrás de otra. Cada que recuerdo a mi abuela, sentada y callada, con la mirada penetrante que doblegaba al ser humano más culto, mirando como Narayanath congeniaba con su nieto, vienen a mi memoria los papeles que llegaban hasta el cielo y el olor a naftalina, y la sonrisa de Narayanath, que más tarde, se contagiaría de manera inexorable, por los genes o la costumbre, a todos los varones con un Salazar en su apellido. Ese recuerdo, de manera inevitable, me obliga a pensar en las hojas de otoño y en el frío del invierno, en un día aburrido de verano, pero jamás en la primavera, a menos que sea un domingo de Marzo, y aunque es una imagen fascinante, siento que muero un poco cada que recurro a él.

Y es un recuerdo vago, difuso, cuyas partes seguro he inventado mientras más han pasado los años. Seguro que lo he completado con experiencias recientes. Es un recuerdo que probablemente no exista como yo lo imagino. Es como una esperanza, como que mañana no se presentará el profesor y no nos hará el examen para el que no he estudiado, o no pedirá las tareas que no hice. Ese recuerdo es sentirme impreciso, difuminado, enamorado. ¿Enamorado… de qué?

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Hace unos días, mi hermano y yo hicimos unas hamburguesas. Preparamos la carne como la abuela nos enseñó a prepararla, porque la abuela no nos alimentaba con porquerías a menos que fuera a su manera. Desempacamos la carne molida y la pusimos en un traste hondo, rayé algo de zanahoria, piqué un poco de cebolla, y se lo agregamos a la carne. Luego, echamos unos cuantos huevos crudos para que la carne se mantuviera en su posición, algo de sal, y un poco de ajo en polvo. Cuando quedó, finalmente, condimentada a nuestro gusto, amasamos la carne entre nuestras manos, porque así lo hacía la abuela, con las manos grandes y sin miedo a la consistencia. Hicimos bolitas aplanadas de carne y la echamos al sartén con un poco de aceite. Compramos los panes, les pusimos mayonesa y catsup, queso amarillo. La abuela les hubiera puesto queso Oaxaca, y nos hubiera pedido aguacate, picar jitomate y algo de perejil, pero como la abuela no estaba y la verdulería estaba cerrada, nos permitimos saltarnos esos pasos.

Quedaron muy buenas y después preparamos más, para que cenáramos todos.

Y en eso, me di cuenta que mi hermano empezó a usar una pala de madera, alternándola entre la carne cruda y la carne ya frita. No sé con que tono le dije que eso no se hacía y se enojó bastante. Llevaba ya dos hamburguesas hechas. Al sentirme ignorado, me encendí y también me enojé con él. Empecé a preguntarle si se daba cuenta de lo que estaba sucediendo, y él solamente insistió con que él se comería esas dos hamburguesas, que ya no le molestara. Le respondí que no, que me las diera, que ya las iba a poner el pan y que siguiera preparando las hamburguesas así, que daba igual, que la carne molida a veces se comía cruda, como en la tártara. Y él me volvió a responder que no, que él se las comería y me arrebató el plato. Discutimos durante un rato. Le insistí que no se usaban los mismos trastos para la carne cruda y para la cocida, o frita, o como fuese. Y él sólo supo decirme que se comería esas dos hamburguesas. Y no fue hasta que le pregunté porque andaba tan mamón conmigo, que ambos nos quedamos en silencio y esperamos a que hablara el otro. Las entrañas se me hicieron espiral, no sabía si me estaba sintiendo mal por alzarle la voz a mi hermano (y lo dice alguien que nunca se enoja tanto como para alzar la voz) o si me hacía pedacitos que me estuviera ignorando, tirando de a loco (y lo dice alguien que, a pesar del blog, no busca tanta atención como parece).

Entonces empecé a hablarle como adulto. Regresé a aquella confusa etapa donde parecía el padre de mi hermano.

Me escuché abrir la bocota–: No se trata de que te las comas, se trata de que me entiendas. ¿Si sabes qué pasó aquí? ¿Estas consciente de por qué estamos discutiendo? –No. –Estamos discutiendo que estas haciendo algo que no se debe hacer. ¿Seguro que sabes qué pasó aquí? –Que cometí una estupidez –No te estoy pidiendo que te comas las hamburguesas. Estoy pidiendo que me hagas caso. –Entonces mi hermano quiso que me hiciera un lado para irse de la cocina, pero no se lo permití, lo empujé con mi mano–. No se trata de que te las comas y te enfermes de cualquier chingadera que te pueda dar por comer carne cruda y que te de una diarrea de los mil demonios o que te pinche mueras. Dame la carne y ahorita se va a la basura. No importa. Al fin y al cabo hay más carne.

Mi hermano estaba llorando, no sé si por la cagotiza o por el coraje. Y yo estaba sintiéndome absurdo, y pendejo, por haber alzado la voz y no decir lo que en verdad quería decirle. Primero, no le negué que hubiera hecho una estupidez y no le dije que la estupidez la hubiera hecho si se hubiera comido así la carne. Segundo, lo que quería explicarle es que si no había de otra, y por necio él comía hamburguesas de esa manera, entonces, mínimo, yo también me comería así las hamburguesas, que si se enferma uno, se enferma el otro. Hermanos. Me salí a fumar, mientras miré como él se fue a la azotehuela, que no quería ni verme, ni aguantarme. Y yo sin saber como explicarle que yo también hacía eso cuando juzgaba que cometía una estupidez, como aquella vez cuando me compré un Yomi Lala y me pareció vomitivo, pero me lo tragué todo por varios motivos: porque vivía solo, ganaba poco dinero y en verdad, no quería desperdiciar aunque fuera remedo de comida. Y la más importante, para aprender que ESO NO y no volverlo a hacer, como niño chiquito, como necio orgulloso. Por un momento pensé que por ello se quería comer las hamburguesas… el gen familiar del orgullo.

Y al final… él se quedó un rato en la azotehuela y regresaba a la cocina, para darle la vuelta a la carne, mientras yo fumaba un cigarro afuera, y pensaba como decirle todo eso sin alzar la voz.