¿Qué quieres hacer monina? No sé, qué quieres hacer monino. Esas son las palabras de amor que dice mi novia esta noche mientras escribo a su lado. Hmmmm, rasco la cabeza y miro hacia abajo. Ah, por cierto. Ve nomás, ni modo. Ok. Risas. Ok. Al final de todo, terminan enamorándose, terminan los problemas de ese par y empiezan a salir, entonces la mamá de la chica le dice que se va a casar con el papá del chico y serían hermanitos. Entonces los van a mirar feo, porque en Japón cuando hacen eso, cambian todos los apellidos y tendrían los mismos. Eso del incesto procura involucrar un momento trágico en cualquier historia, le da todo un giro que bien armado, puede ser muy efectivo. También, después de los griegos, se volvió un recurso de varios autores para hacer de la historia algo más interesante. Yo más bien, pienso que ya esta demasiado poblado. De referencia, tenemos las telenovelas de Televisa, que en un momento tranquilo, o bien, momentos de pura felicidad para los personajes principales, el chico y la chica… resulta que sale un papelito donde se intuye que podrían ser hermanos. El horror. El autor lo hace cuando la historia ya esta perdiendo brillo. Ya después del incesto, es muy difícil que otra cosa le gane, aunque lo intentan. Para mi son como patadas de ahogado (en mi muy personal opinión). Por ejemplo, ella se quiere volver monja, el novio se quiere ir a vivir a otra parte y así, y asá, tenemos armado todo un lagrimerío horrible, que puede durar años y que puede provocar traumas. O bien, en el peor de los casos, existirá alguien como yo que critique el incesto como una herramienta o un recurso clicheresco para asombrar a la audiencia.
Soy una niña buena.
(¡Ajá! ¡En serio lo soy!) –Ajem, bueno, en este momento, mon cherie agarró la totalidad de su humana humanidad y desapareció.
Pídeme lo que quieras… soy muy complaciente.
Soy bien buena.
Ok… en verdad, este post iba a estar dirigido al huevo, como siempre. Ya que todos mis pensamientos han girado en torno a él… Si lo quiero estrellado o revuelto. Si lo prefiero rojo o blanco. O verde, o motuleños, o veracruzanos, o divorciados, o tibio, o hervido, o en polvo. Si me gusta con poca sal, o con catsup. Que no, la neta, no me gusta con catsup, pero obviemos eso. Olvidemos lo de la catsup. Yo sé, por ejemplo, que a Sol María le encantan con catsup, y mi mamá los prefiere divorciados. Por mi, preferiría que ambas fuesen vegetarianas, o antihuevos, que el huevo estuviera excluido totalmente de sus dietas, pero si consideramos que el huevo contiene, al menos, diez aminoácidos indispensables para el cuerpo humano, y que no se pueden conseguir con cualquier otro alimento, estamos jodidos. Tenemos que comer huevo, al menos dos al día, con poco aceite, no vaya a ser que el colesterol nos mate. Así que, sin poder evitar que el huevo forme parte de mi dieta alimenticia, los revuelvo con jamón o salchicha, un salchichón incrustado. O nopales, pa´ que le pique al baboso. O papas, sólo para acompañar.
Ahora que, hablando de huevos, se dice que se necesitan muchos huevos para hacer las cosas. La verdad es que los huevos sólo se necesitan para procrear (la semilla, el esperma, la lechita blanca para irse a dormir) y para adornar nuestro falo milenario. También, funciona como el método anti-patanes más efectivo sobre la tierra, si no me creen, solamente denle una patada en los huevos a cualquier patán, y mírenlo retorcerse en el piso llorando de dolor y citando, a balbuceos, la horrorosa culpa que provoca Dostoievski en sus personajes. Por mi, aunque tengo mi masculinidad bien arraigada y he sido educado como cualquier otro machito mexicano, creo bien, sin duda alguna, que podría sobrevivir al hecho de que me faltaran los huevos. En verdad, son inútiles, un cuero que sobra y que sólo sirve como un método egoísta para otorgarle al mundo una continua herencia de nuestros genes. Ya es bien sabido, que si uno quiere traer a un pobre desgraciado a este mundo, sólo se tiene que comprar en África o adoptarlo. Aunque no niego que si un ser humano tuviera mis ojitos o mis cejitas o un reflejo de mi enorme miembro, me sentiría muy feliz. Pero insisto, los huevos son una carga y una debilidad humana.
Recuerdo que me platicaron ciertas amistades de la UNAM de un personaje curioso… le decíamos el “Monohuevo”, y era un hombre, que lejos de llorar su desgracia, gustaba de ofrecerle a las mujeres que miraran su única gónada, resultado de una condición médica muy singular. Mi señora se dignó a asomar su cabeza para decirme que es algo, realmente, que sucede a menudo (y bueno, medio le voy a creer). Supongo que, finalmente, somos seres humanos y como tal, e igual que el falo milenario, estamos orgullosos de nuestros huevos, o huevo, en el peor de los casos.
Pero me he separado del tema, una vez más. Letorgi, el título de este post, es un anagrama de “El grito”, y era de los gritos de lo que quería hablar.
Habré de hacerlo en otra ocasión.