El metro es uno de los métodos de transportes más económicos en la Ciudad de México, tan sólo dos pesos un boleto (EUR 0.13 o USD 0.19 en 2005). El orange limousine transporta a cinco millones de habitantes, diariamente. Si hacemos cuentas muy sencillas, sabremos que el Metro genera diez millones de pesos al día. Trescientos millones de pesos al mes, uy, que fuerte. Eso sin contar el dinero que cobran por su publicidad. También, por ahí leí un anuncio que decía que los carritos, recorrían entre todos, dos veces la circunferencia terrestre en un día laboral. No sé si exageraban. Tal vez no. Cabe destacar que el Metro es uno de los escenarios urbanos que necesitan ser vistos con atención, incluso si son las siete de la mañana, traes el gallo en el pelo y una cruda de los mil demonios. El Metro, a pesar de ser un escenario común para sus habitantes, puede registrar una cantidad infinita de historias. Se pueden hacer estudios acerca de como se comporta la gente, los grupos, las reacciones ante los vendedores ambulantes y las reacciones hacia los limosneros, y los locos que entran a recordarnos la Biblia y el Día del Juicio. Y por supuesto, si quieres llegar a algún lugar, el metro brinda rapidez y seguridad. ¿Y bien? ¿Qué más necesito decir acerca del metro el día de hoy?
Puto Metro de Mierda, Estaba Hasta Su Puta Madre. (PMMEHSPM).
Me levanté a las 4.30 de la mañana, para regresarme al Distrito junto con Sol. Aprovechamos para viajar juntos ya que ella tenía una asignación en el Distrito Federal. Tomamos el Estrella Roja de las 5.15 AM y me quedé pensando: Ok, si este camión se va rapidito y llega en hora y media, como luego les da por acelerar a estos bastardos y legítimos por igual (Y doy gracias por ello), me voy en el metro a las seis y cachito de la mañana cuando todavía no hay mucha gente. Pero se me había olvidado el detalle de que muchos piensan igual que yo, eso de levantarse muy temprano para casi no alcanzar tráfico. Generalmente cuando voy a Puebla, procuro regresarme a mediodía (para llegar en la tarde) o ya en la noche para evitar la cantidad exagerada de pacuzos. Así que en el camión, entrando al Distrito, pude vislumbrar mi suerte al contar silenciosamente la cantidad de coches que estaban entrando a la ciudad y es que muchísima gente del Edo. de Mex. y de Chalco, van al DF para trabajar o hacer entregas. En lo que medio me dormía y babeaba el hombro de Sol, me resigné a llegar a las siete al metro y sabía, aunque no deseaba admitirlo, que me tocaría mucha gente.
Llegamos a las siete y media. Dejé a Sol tomando su taxi (que iba con otro ingeniero de la oficina). Caminando al Metro, me di cuenta que había poca gente en la TAPO y eso me relajó un poco. Sin embargo, entre más me acercaba al Metro, más aumentaba el bullicio. Esas esperanzas ilusas, pobre soñador, de que algún día tendrás el Metro para ti solo en la mañana. Esas esperanzas ilusas de chilango clasemediero. Compré mi boleto, me metí a la estación y estaba llegando apenas uno. Un río de gente empujó por entrar y se metió casi el 85% de los que lo intentaron. Caminé rápidamente hacia uno de los extremos (el que no esta reservado para mujeres) donde no había nadie, medí a donde habría de detenerse una de las puertas y me quedé esperando al filo de la raya amarilla. Pensaba meterme de corrido hasta atrás, donde no tuviera que luchar contra otros veinticinco cabrones por algo de espacio vital y oxígeno. Eso pensaba, chilango iluso, cuando otros tres… cuatro… cinco… weyes, entre viajeros, burócratas, mensajeros y estudiantes, empezaron a hacer filita a mi costado, atrás de mi y si hubieran podido, al frente.
Y llegó el siguiente. Nunca me había excedido de la línea amarilla, yo siempre le hice caso a mi jefa y a mi abuela–: No te hagas tan allá, que un día te vas a caer y te vas a morir. Hasta pesadillas tenía con caerme a los rieles del Metro y electrocutarme, tal vez si quería verme un poco rebelde, avanzaba un poco el piecito y me sentía satisfecho conmigo mismo por quebrar esa regla. Pero hoy me valió madres, me excedí de la línea de la amarilla y sentí un delicioso vértigo por estar a cinco centímetros del carro en movimiento. Nunca lo había sentido tan cerca y me agradó, me espantó, pensé que me volvería loco por un momento. ¿Quién diría? El Metro, lugar de sensaciones. Y no fue todo, cuando terminó de acomodarse el carro, aparecieron el tunel y los rieles. Se dibujaron lentamente después del movimiento naranja difuminado. Sentí un pequeño mareo y luego recordé la cantidad de gente.
Se abrió la puertica y mierda, a entrar todos hideputas, a entrar todos, espérense no empujen con su chingada madre, si todos medimos y si nos tomamos un tiempecito podemos acomodarnos, así como dicen los taxistas: todo cabe en su vochito sabiéndolo acomodar. ¡Mierda qué no! ¡Qué no empuje! ¿Por qué me ves grandecito cabrón crees que te puedes recargar a tu gusto? A la mierda, ándele, así… acomódese con sus otros tres novios que me andan empujando. A chingar a su madre, ándele. Me puse mis audífonos para no escuchar ninguna queja más y como los cabrones, culeros, chaparros avispados, no me dejaron avanzar hasta atrás, tuve que quedarme en el pasillito entre los asientos. Pero a huevo, no me dejaron pasar, se friegan todos, todos nos fregamos por animales poco civilizados y porque el PMMEHSPM. Me quedaré en el pasillito y haré fuerte. Nadie va a pasar, ni crean putos, por más que se empujen y lloren como nenas.
Si. El Metro es para hombrecitos de verdad.