–Lo que tu buscas es un alarido. Un grito permanente que sea una última explosión de la esencia, algo que te haga vivir por última vez Kayla.
–¿Cómo sabes que lo busco?
–Porque lo deseas, tienes los muslos empapados. No importa si eres un demonio o una anciana desolada. No importa la mordida del lobo rojo, del dios pequeño. No ha servido de nada. No importa cuanto exploten los mundos internos, cuantos orgasmos te marques en la espalda, sencillamente no has encontrado la última explosión, tu vida definitiva, la razón de tu existencia… ay que pinche mono y que pinche bonito.
Kayla se rió infantilmente.
–¿Por qué me hablas cómo si fuera tú?
Me quedé mirando los torneados muslos de Kayla empapados, después miré su falda un poco más abajo de la rodilla, de tela ligera, me gustaba que estuviera sentada y me gustaba que le gustaran mis miradas. Su rostro infantil, su nariz chata, su cabello peinado quien sabe cómo, sus ojos café verdosos que engañaban al mínimo juego de luces. Kayla me ponía irremediablemente triste, porque era bella, y era inalcanzable. Era tan estúpidamente ideal que me hartaba, y por eso mismo era tan imperfecta: porque sabía que nunca sería mía… así somos de estúpidos los señores, en la juventud soñamos con mujeres que vamos construyendo con rasgos físicos y de personalidad, lo ponemos todo en la licuadora y cuando sale, cuando de veras sale la mezcla, nos la encontramos en venta, en botellita azul, un buen día… y en esa mezcla siempre se nos olvida ponerle un precio accesible de lo pinche perfecta que se la inventa uno.
–Nunca serás mía Kayla.
Ella se encogió de hombros, se acostó y pude asomarme para mirarle los calzones, más allá de la falda.