Me pregunto si todas las pláticas casuales entre amigos, conocidos e incluso familiares, iniciarán con preguntar “¿Cómo te va en la vida?”, seguido de un “¿Y qué me cuentas?”. Por lo general, a la primera pregunta le ponen un apelativo de cómo te recuerdan… “¿Cómo te va de estudihambre?”, “¿Cómo te va la vida de rata inmunda?”, “¿Cómo te esta yendo, mi cuate –políticamente correcto– homosexual?”. He descubierto que esas preguntas me irritan un poco, porque no preguntan algo específico y mi mente piensa respuestas demasiado amplias que me sorprendería si escucharan completas.
Por educación las respondo con algo un poco más elaborado que monosílabos, procurando esconder la urticaria (casi genital) que me provocan esas preguntas y sintiéndome un poco perverso, finiquito el breve intercambio acerca de mí regresando la pregunta al otro. Hasta la fecha soy demasiado ingenuo y todavía creo que la pregunta les provocara la misma reacción incómoda que yo. Pero el otro suele desarrollar su respuesta y como un tiro por la culata, porque esas cosas siempre son un tiro por la culata, tienes que escuchar parte de su vida, incluso confesiones que no te esperabas.
Cuando pasa eso me siento un poco mal. ¿Por qué otra persona puede con facilidad contarme lo que le pasa? Y termino escuchándole, suspirando un poco resignado, y para que se descargue y no vaya caminando en el mundo molestando a otros pobres diablos como yo, procuro preguntarle detalles. Pues ya habiendo recibido el disparo, pues hay que sangrarlo bien. Esas conversaciones, por más inútiles y banales que me parezcan (que no lo son, después de todo, es otra persona entablando comunicación), suelo recordarlas. Desde buenos amigos hasta conocidos que tal vez no veré de nuevo. No sé porque registro esa información, como si fuese de alguna utilidad, como si mi espíritu estuviera demostrando que puedo preocuparme por otras personas, a pesar de lo antisocial y antipático que a veces soy.
Hoy he estado pensando en mover cajas, mesas, manteles, computadoras, nada más para encontrarla y matarla. Ya elaboré mentalmente una serie de planes para sacarla de dónde esté y asesinarla, sin piedad. Que ridículo es el miedo, tan ridículo que uno elabora cambios en su rutina para erradicarlo o para evitarlo.