El padre de Torres, Fest diría: un hombre humilde con ideas extrañas en la cabeza, pensó que su hijo crecería con un temor punzante a la oscuridad como lo había tenido él de niño. Eso se le ocurrió un día, mientras leía un ejemplar de Ripley, aunque usted no lo crea en el retrete. Pensaba en su hijo recién nacido y en otras cosas mientras leía la revista. Sus pensamientos se callaron cuando empezó a leer una sección con artículos diminutos, uno de ellos decía: “seis de diez personas estan leyendo este ejemplar en el retrete. Aunque usted no lo crea”. Eso fue suficiente para estimular su imaginación, y la imaginación, que en algunas personas trabaja como fe, retorció la idea y empezó a creer en la revista como si fuese un dios diminuto. En ese preciso instante, si les interesa saber, un lobo rojo sonrió mientras mataba pulgas espirituales que se escondían entre su pelaje. Otro de los artículos diminutos decía: “Algunos psicólogos someten a sus pacientes a sus peores temores. Por ejemplo, a los aracnofóbicos les obligan a comer arañas para curar la fobia. Aunque usted no lo crea”.
Tan pronto leyó eso, dejó la revista, terminó su rito de despojos, se limpió tranquilamente el culo, se vistió propiamente, se miró al espejo y a escondidas de su esposa, salió a una librería con el propósito de buscar un libro de terror. El padre de Torres, un hombre que pocas veces en su vida había leído un libro más allá de los primeros tres capítulos, entró impertérrito a una librería de segunda mano y le preguntó a uno de los jovencitos que la atendía cual era el mejor libro de terror para leer a oscuras. -H.P. Lovecraft es chido -dijo el chavo-. No se ha vivido si se desconoce a los demonios que vagan en la oscuridad, demonios que son capaces de comerse a la muerte misma. Padre Torres asintió dudoso, mirando los caireles sin lavar del muchacho, su playera de Bob Marley y creyó oler, ligeramente, hierba quemada exudando por sus poros. Pero decidió confiar, quería intentarlo por su hijo. El joven lo dirigió a la sección de terror, le dio una colección de cuentos y abrió el libro para señalar el índice, cada cuento que se encontraba listado no se escapaba a una opinión meramente superficial-. Este esta bien chido, este esta muy cabrón y maestro, esto es una obra de arte. Padre Torres tomó el libro, le dio la vuelta y vio el precio, no estaba muy caro. El joven se retiró satisfecho y permitió que Padre Torres terminara de elegir. También llevó, por si las dudas, un libro de leyendas de terror mexicanas: si Cthulu no funcionaba, estaba seguro que La Llorona al menos tendría cierto impacto.
Cuando regresó a casa, esperó ansiosamente a que se hiciera noche y que el niño empezara a llorar, para decirle a su esposa que era su turno de cuidarlo. No tardó mucho: un partido de futbol, una cena, hacer el amor con Madre Torres, hacerse el dormido y dos horas después, el niño empezó a llorar y se sintió llamado a intentar su experimento. Si la revista de Ripley tenía razón, entonces, leerle cuentos a Hijo Torres dónde la oscuridad (y lo que se guarda detrás de ella) fuera el temor primo, curaría su terror. Poco sabía Torres de las teorías dónde se habla que los padres proyectan su vida a sus hijos, y que uno de los motivos escondidos de los padres con sus hijos, es la negación de lo que ellos fueron. Tampoco sabía Padre Torres, que promover esa negación o esas prohibiciones para evitar que el hijo sea igual al padre, en el momento indicado, se vuelven un fruto prohibido y el fruto prohibido, es algo que todo hijo necesita desear para rebelarse y buscar una identidad propia (esa identidad que terminará siendo similar al padre. El efecto del reflejo y contra-reflejo). Pero como decía, afortunado él que no sabía de esas cosas y fue así que cuando escuchó a su hijo llorar, se sentó a su lado y movió la cuna con el pie, prendió una lamparita y empezó a leer “En las montañas de la locura”, con una voz atorada y errática, como la de aquellas personas que no están acostumbradas a leer en voz alta. Padre Torres leyó y leyó, hasta que el proceso se automatizó. Terminó convenciéndose de que había horrores que con tan sólo mirarlos provocaban la locura y era inevitable escaparse de ellos. Se aglomeró en si mismo ese temor por la oscuridad y terminó por aceptarlo. Continuó leyendo por su hijo, quien dejó de llorar con sólo escuchar la voz de su padre y así jugaron, a leer, después a la reflexión del miedo y luego a los vagidos, hasta que Hijo Torres terminó exhausto y se quedó dormido. Pasaron años antes de que Padre Torres terminara el libro de Lovecraft, y las Leyendas de Terror Mexicano, se empolvaron en un librero.
También el niño Torres contaba con la fortuna de que tenía solamente un mes y medio de edad. Tardaría muchos años en darse cuenta que la mitad de su vida luchó para no ser igual que su padre. Un mal día despertaría, se miraría al espejo, y finalmente recibiría el fruto de que todo lo que hizo, lo llevó a tener su mismo rostro.
No era de extrañarse que cuando Hijo Torres se encontró a la mitad de su descenso, sosteniéndose con fuerza de las escaleras, algo parecido a un grupo de murciélagos empezó a volar a su alrededor. Después de todo la oscuridad guardaba muchas cosas y en ella, nacían millones de pesadillas que se escondían a los ojos de los hombres. Sabía Torres que no eran precisamente murciélagos, debían ser algo más, monstruos peludos con alas y diez ojos en cada pata. Debían tener, más o menos, quince pares de patitas, calculó usando el ojo de la imaginación. Por el sonido pensó que podían ser cuatro, tal vez cinco monstruos, porque había uno que se acercaba y se alejaba en intervalos muy largos. No lo estaban tocando y golpeando, gracias a Dios no, sólo volaban alrededor de él para jugar con sus sentidos y su equilibrio. Querían tirarlo de manera pacífica. Continuó bajando las escaleras, sintiendo los golpes de aire que provocaban sus alas, si se concentraba en sus manos y en un escalón a la vez, no tendría nada que temer. Tal vez no estaba en sus intenciones tirarlo y solamente volaban alrededor de él para identificarlo.
Sin embargo, si a los monstruos se les ocurría acercarse a él y tocarlo, rozarlo o cualquier cosa, sentía que podría resbalarse con facilidad y caer.
-Tenemos un muchachito valiente aquí, Grup -dijo uno de los monstruos.
-Si que si, Grap -respondió el otro.
Así descubrió Torres que solamente eran dos monstruos. Por la oscuridad no sabía distinguir su forma exacta, pero presintió que sus extremidades se unían como varas a otras extremidades que eran como esferas. Eso los hacía más grandes y con la capacidad de moverse alrededor como lo hacían. Debían de tener alas, el aire que sentía contra su espalda era lo que obligaba a sentir esos golpes de brisa. Se le ocurrió a Torres pensar que imaginaba demasiado y que probablemente, el haber bajado a la oscuridad le obligaba a imaginar escenario, monstruos y hechos que no sucedían.
-Esta bajando para salvar a su amigo, Grup.
-Probablemente llegue demasiado tarde, Grap.
-No sabe que el cienpiés nocturno ya se lo habrá comido, Grup.
-El cienpiés que se traga la luz e inventa la oscuridad, Grap.
-El que nace del centro de cada fuego, Grup.
-Ese mismo, Grap.
-¿Y ustedes quienes son? -preguntó Torres, volteando sobre su hombro.
-Grup.
-Grap.
-Te debió haber quedado claro desde que hablamos contigo, ¿o no Grup?
-Creo que el muchacho tiene un déficit de atención, Grap.
-No ha escuchado nuestros nombres, Grup.
-Nuestra conversación no le interesa, Grap.
-Deberíamos matarlo. Sólo es jalarlo tantito, Grup.
-Se lo merece todo aquel que no tiene miedo a la oscuridad, Grap.
-No es que tenga miedo -dijo Torres-. Le tengo mucho miedo, a la oscuridad y a resbalarme de las escaleras. También tengo miedo de que mi amigo esté lastimado y si hay un cienpiés como el que dicen, tengo miedo a que se lo haya comido o lo haya aplastado con sus cien patas. Soy el primero en admitir que tengo miedo. Estoy seguro que pueden olerlo. Tengo miedo de que ustedes me maten, me jalen, o me coman. No tengo miedo a la oscuridad, pero tengo miedo a lo que puede haber detrás de ella, monstruos que no conozco o que sean tan horribles, que me despojen de toda consciencia humana. Ni el flujo natural, ni mi inteligencia, podrían salvarme contra ello. Pero no puedo hacer nada contra ello, más que seguir bajando estas escaleras.
-¿Oiste, Grup?
-Si tanto miedo tienes, niño, sube esas escaleras de regreso. ¿Verdad, Grap?
-No puedo dejar de bajar estas escaleras, porque si lo hago, lo abandonaré y no quiero abandonarle. El Señor Fumador me necesita y si ya empecé este camino, debo seguirlo hasta el final. Tengo que ser fuerte, por él y debo serlo por mí. Si no puedo hacer algo tan sencillo como bajar las escaleras, no podré enfrentar mi destino que ya esta escrito desde que inicié la búsqueda de Bob, el cacto. Porque el flujo natural me ha hablado de mi destino, y por Dios que ya lo acepté. Si ya lo acepté, no puedo estar de ridículo y negarme a bajar las escaleras, a la oscuridad, a salvar a mi amigo, todo eso. No puedo, sencillamente no puedo.
-El niño sabe su destino, Grap.
-Si, si lo sabe, Grup.
-Esperaremos a que baje antes de matarlo, Grap.
-Al fin que ya lo sabe, Grup.
Torres estaba consciente que cada escalón que bajaba, se sentía como un día por el peso que cargaba sobre sus hombros: la confrontación a los monstruos y que había confesado su destino por primera vez. No había querido decírselo a sus amigos, el lobo rojo y al Señor Fumador, porque no quería que ellos también cargaran con ese peso. El niño, desde que tuvo consciencia del flujo natural, sabía que iba a morir y sabía que esa muerte estaba relacionada con la búsqueda de Bob, el cacto. No podía estar equivocado. Presentía que las escaleras no tardaban en terminar. Sus manos chiquitas las sentía llenas de humedad y sabía que si ponía mal un pie, resbalaría fácilmente. La diferencia entre un niño como él y otros niños, era la consciencia de su mortalidad. Eso lo hacía más inteligente, pero también, miserable. El flujo natural le había dicho que moriría pronto, pero no le había dicho exactamente cuándo. ¿Sería este el momento? Grup y Grap guardaban silencio y bajaban lentamente con cada escalón que bajaba el niño, como un presagio tortuoso. Si no le había alcanzado el futuro, pensó, se le parecía mucho… bajó tres escalones más y tocó piso. Los monstruos aterrizaron, los ojos de Torres todavía no se acostumbraban a la oscuridad y no podía verlos. Se limpió las manos en los pantalones, con unas rápidas palmadas, suspiró hondo y miró a dónde creyó podían estar.
-Dios nos bendiga -dijo Torres-. Bueno… pues… si esto es inevitable, vamos a pelear.