Los secretos se guardan por la paz. Hay secretos que no deben ser dichos, para no causar olas que puedan enturbiar el río místico. Uno, como conserje de esta oficina de susurros, debe elegir que secretos debe vigilar y cuanto tiempo. Más bien como jefe de una micro empresa, uno debe categorizarlos, separarlos, inventarles una verdad a media o despedirlos definitivamente. Es por eso que me sorprendieron las preguntas seriadas: “Cuéntame un secreto”, porque soy un jefe desfachatado, pero celoso.

Tengo un cajón de secretos que cuento a todo mundo cuando los pide o los intuye, y los puede guardar un poquito menos que yo. Secretos que estoy seguro puedo afrontar sus consecuencias. Sin embargo, dos cuadras más adelante, dando vuelta a la derecha en la esquina y bajo otro nombre que alguien tuvo a bien de prestarme, se encuentra una bóveda de secretos estúpidos y sencillos. Secretos babosos como: “Tuve una erección a las tres cincuenta y dos de la mañana” o “Me sentí idiota el día de hoy, al verle los pechos turgentes” o bien “se me cayeron gotitas de coca light en una laptop prestada”. Mis secretos y de nadie más, cuyo propósito no sirven a nada más que un descontento por un accidente mecánico o biológico. Una incomodidad pasajera y evitable.

Los secretos de una persona, me parecen pequeñísimas piedras cuyo valor golpea solamente una pared con el choque de los zapatos. La pared no se cae, tal vez un granito que se une con la piedra que cayó. Los secretos se desperdigan en un suelo de grava. Secretos que caen y son pisados. Algún ser invisible, un resanador universal, supongo que los alza y la pared regresa a su estado, como nueva. ¿Tendrá alguien los zapatos demasiado grandes, para que los secretos del mundo golpeen todos a la vez, esa pared que se extiende de lado a lado? Lo dudo. Si llegara a pasar, alguien construiría la pared de nuevo. No puede pasar mucho tiempo para que continuemos guardando nuestros secretos.