–Simón, Don Agus –dice el texto del nuevo comercial en el que estoy trabajando. Lo he repetido tantas veces, que ya hasta dudo de mi nombre, del de Simón Dor, y el de todos los paisanos que están en el otro lado. Simón, Don Agus.

Tengo ganas de abrir el procesador de texto y escribir una novela de principio a fin.

Afuera, tenemos chicas en minifalda de todas las nacionalidades. Otra vez. Ahora, buscamos la imagen de una institución financiera. Le van a pagar una gran cantidad de dinero. A las extranjeras se les pagará menos dinero porque no dominan el texto. ¿Qué dijo? Pos que así dice el texto.

Simón, Don Agus.

Lo he repetido tantas veces que ha perdido sentido. Poca gente en el día. Tal vez venga mucha en la tarde. Este casting en particular me da flojera, aún con todos sus tintes altruistas. Tengo hambre, que conste intenté levantarme una hora antes para prepararme el desayuno pero me fue imposible.

Nomás siento como se me van los ojos con todas las piernudas que hay afuera.

Ayer, me tocó una mujer, con un vestido entallado, cuyas caderas se veían como pilares de alguna civilización alienígena y hermosa. Se subió a un coche rojo mientras el chofer le abría la puerta. La novia de alguien debe ser. Hay muchas novias aquí. Muchas novias de personas peligrosas e influyentes. O amantes. Da miedo. La información circula como globitos de texto encima de las personas, y sólo queda intuir la veracidad de los rumores.

Me acuerdo, curioso, del secuestrador que hacía casting.

Tengo ganas de escribir una novela. Son tantas las ganas, que voy a abrir el procesador de texto y voy a empezar, sin importarme condición, sexo o raza. Nomás abriré el procesador de texto. Lo mantendré a un lado del blog y empezaré escribiendo esa línea que me atormenta desde hace unos meses: “Todo escritor, llega el momento, que escribe una historia de amor universal”.

Amor universal como el Kowlesbeffen, Bob.

Bob, el cacto, en algún lugar, alza la mirada y piensa–. ¿Vamos de nuevo, hijo de puta?